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Columna
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Corresponsal

David Trueba

Los corresponsales extranjeros son figuras míticas del periodismo, que tienen algo de personajes de Graham Greene. Acumulan un desarraigo parecido al de los diplomáticos. Acostumbrados a instalarse en países diferentes, terminan por ser extranjeros en todas partes y muchas veces levantan patria en la mesa de un garito de confianza. En tiempos de recortes, los corresponsales extranjeros ceden el paso a locales, se reducen plantillas y esa figura desplazada y oblicua está en franca decadencia. El raro voluntariado periodístico que trae Internet es un complemento interesante, pero pocas veces logra imponerse como una voz autorizada. La retirada de las acreditaciones a dos de los corresponsales más distinguidos de EL PAÍS ejemplifica las dificultades para ejercer ese trabajo. A la ya anunciada dificultad de Ángeles Espinosa para seguir enviando sus crónicas desde Irán ahora se ha sumado el bloqueo del Gobierno cubano al trabajo de Mauricio Vicent, que lleva años contándonos la isla desde su isla propia de corresponsal enamorado de la humanidad, la sonoridad y la grandeza de sus habitantes empequeñecidos solo por las circunstancias. Son dificultades que los buenos lectores compartirán, si aún aprecian la calidad en este oficio, porque difícilmente se encontrará alguien más preocupado, infiltrado y conocedor de los asuntos de esos dos países. Un corresponsal no se inventa, se destila a lo largo del tiempo.

El castigo a la información es una de las armas más frecuentadas por los amigos de la censura. El miedo a la imagen externa preocupa a todos los Gobiernos, pero solo las dictaduras se permiten el lujo de forzar la selección de voces. Irán y Cuba, cuando la primavera está llegando a lugares donde la libertad se presentaba mucho más improbable, pintan un papelón de intolerancia que casa bien poco con su forzado discurso de independencia y antiimperialismo, ahora que hasta los imperios no llegan a fin de mes. La disidencia, los jóvenes y la prensa son las víctimas ideales para el autoritarismo. La libertad es una palabra que se escribe siempre con grandilocuencia, dibujada con aureola vociferante, pero la verdadera libertad es profesional y transpirada, se arraiga en personajes poco conocidos y baqueteados como los mejores corresponsales.

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