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Columna
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Cortarse las manos

David Trueba

La liberación de Aung San Suu Kyi en Rangún, que ha pasado 15 de sus últimos 20 años en reclusión bajo la Junta Militar birmana, se consume en las democracias occidentales como un símbolo lejano y siniestro del pasado. Y sin embargo es un presente mayoritario en muchos países. En la misma Myanmar (antigua Birmania) quedan más de 21.000 presos políticos sin cara conocida para el gran público, sin Premio Nobel ni valor simbólico. Pese a ello, el malestar democrático sigue creciendo en Occidente, atrofiado por las políticas partidistas y la extraña sensación de que el verdadero poder está en manos que no se someten al juicio popular. Defectos sintomáticos de un régimen, que no es capaz de provocar el orgullo de sus ciudadanos, enredados por el discurso catastrofista o la pose reaccionaria de tanta gente que se llena la boca desprestigiando la democracia para prestigiar quizá su firma, su última oferta musical o teatral, su tertulia o una determinada línea de ropa.

Los últimos sucesos del Sáhara Occidental nos deberían servir para abrir los ojos ante la delgada línea que separa el oscurantismo de la luz, pero nos topamos con que todo ello se revuelve como un bumerán contra la democracia y no contra el origen directo de los problemas: los regímenes dictatoriales, los totalitarismos militarizados con ausencia de libertad de prensa. Por si fuera poco haber presenciado cómo los periodistas españoles con su ímpetu informativo eran considerados el peor enemigo, en las mismas jornadas las redacciones de los periódicos se vieron estafadas con fotografías de denuncia que en realidad pertenecían al conflicto palestino, pero se usaban para caldear la indignación de los países libres.

El manejo de la imagen se sofistica, pero con el mismo fin burdo de siempre. La reducción de los discursos a una frase puede provocar errores de bulto. La libertad es compleja y requiere un manejo mucho más cuidadoso que la autoridad, el militarismo o la censura. Es quizá eso lo que no entendemos quienes gozamos en el oasis de muchos más resortes de protección y autodefensa que tantos otros ciudadanos que aspiran a una brizna de decisión propia, de protección frente a la intocable autoridad. Dilapidar nuestra ventaja, radicalizarnos, es cortarnos las manos que tanto pueden ayudar.

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