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Columna
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Enfermedad

Carlos Boyero

Recuerdo la impresión que me causó el libro de Susan Sontag La enfermedad y sus metáforas. Cuando eres joven y contemplas la enfermedad como algo muy lejano, asociada exclusivamente a la vejez, incluso resultaba estimulante buscar las metáforas de la enfermedad. Y, por supuesto, que también entonces morían personas jóvenes que sentías muy cercanas, pero eso ocurría en accidentes, sobredosis, rotura del hígado por haberlo castigado mucho. También algunos que elegían irse de este mundo por desesperada voluntad propia. También apareció la maldita plaga del sida. Ese monstruo que se transmitía en muchos casos por algo tan humano como haber intentado darle frenético gusto al cuerpo. La temible palabra cáncer solo la asociabas a los viejos y era casi imposible que sobrevivieran a él; se identificaba con la muerte a corto plazo.

Pero esa cruel lotería está encaprichándose últimamente de demasiada gente que conoces, la mayoría con los 50 cumplidos pero también de treintañeros. Ahora, mediante la quimio y la radio puedes espantar con suerte al monstruo, pero a costa de sentir devastación cotidiana en el cuerpo y en el alma.

Hablo con algunos enfermos, animosos o desfallecidos, y les pregunto si existe algo que les sirva de entretenimiento a su postración. Alguien que fue siempre cinéfilo y lector voraz, pero que antes de que el cáncer se ensañara con él me contaba que había perdido la costumbre o la necesidad de ir al cine (solo veía películas en su casa), también el amado ritual de leer el periódico de papel en el desayuno, reemplazó esos libros que siempre subrayaba por tener todos los que le interesaban agrupados en una máquina aséptica llamada e-book. No se desprendía jamás del ordenador y del iPhone y todo en el iPad le parecía fascinante, se había adaptado con celeridad y pasión, sin inútil nostalgia, a la maravillosa tecnología del nuevo mundo. No ha vuelto a recurrir a ella desde que comenzó la batalla contra el depredador. Sin embargo, a veces encendía la televisión creyendo que eso le ayudaría a mantener el cerebro en blanco. Desistió. La generalizada y chillona basura le dejaba aún más exhausto, crispaba su abatido organismo. Prefiere cerrar los ojos, mirar el vacío, dejarse arrullar por los sonidos del silencio. Con el aliento del monstruo en el cogote.

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