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Columna
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Félix Romeo

David Trueba

La pérdida de Félix Romeo es una pérdida enorme. Su envergadura intelectual le convertía en un suceso único. Aspiraba al absoluto, donde cada letra merecía ser leída y cada imagen mirada. Su cabeza era una catedral de conocimiento, que en lugar de apartarlo de la vida, lo unía más a ella, enamorado como estaba de cada detalle. Durante cinco temporadas dirigió La Mandrágora en La 2, abonado al entusiasmo por todo lo que cabía dentro de una revista cultural, desde la última novela gráfica a la más desprotegida exposición, entrevistando con mimo a una lista sagaz de invitados a los que quería escuchar con transparencia.

A lo que fue insumiso Félix Romeo, entre otras cosas, fue al abandono del conocimiento y la cultura, a la desidia por los destellos del arte y la inspiración frente a la victoria que fue cobrándose en nuestro país, en sus mejores años, el dinero y el cortejo a la zoquetería. Muchas de esas derrotas tuvieron lugar en la televisión, colocándonos a la cola de Europa en aspectos que delatan que nuestras carencias no son todas ocasionales ni históricas, sino provocadas con cálculo. Nunca cejó y si le era negado dirigir un programa o coordinar una emisión de radio, en lugar de optar por el resentimiento y la queja, siguió colaborando por poner en circulación los valores que defendía. Sus críticas literarias en el ejemplar suplemento cultural de El Heraldo de Aragón y su mirada a la televisión desde la revista Letras Libres se mantuvieron, hasta el último día, como la rima perfecta entre inteligencia y exigencia.

Félix Romeo defendía una televisión más libre, más abierta, más accesible, que pudiera enriquecer la urgencia empresarial de las concesiones estatales, una televisión que se pareciera a la edición torrencial de libros o fanzines, llena de voces diversas. No le temía al ruido ni a la pluralidad, no le parecía marginal lo marginal ni minoritario lo minoritario. Quería oír, ver y palpar todo a su alrededor, mientras él se sostenía, siempre disponible, siempre informado, como un pilar en Zaragoza para todo aquel que se perdiera en la jungla del desconcierto. Su cabeza era una cabeza que enriquecía este país. Su corazón, ah, amigos, esa es otra historia que no cabe aquí.

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