Funerales

Vamos a pasar una larga temporada de funerales, me temo. Ayer, en este periódico, Juan Cruz entrevistaba a la prestigiosa reportera mexicana Alma Guillermoprieto, y elevaba al titular una de esas frases que suenan a responso por los muertos: "Siento que el oficio se está acabando". Se trata de una sensación muy extendida en el gremio.
Personalmente, no la comparto. ¿Recuerdan El apartamento? ¿Recuerdan la oficina en que trabaja el protagonista? Un paisaje burocrático de mesas iguales y hombres iguales, sobre el que impera un poder arbitrario. En la película de Billy Wilder, el paisaje corresponde a una empresa aseguradora. Podría, sin embargo, corresponder a un periódico. La industria periodística, que numerosos expertos dan por desahuciada y que, por la costumbre, solemos confundir con el oficio, es un asunto de propietarios, capataces y empleados. Si la despojamos del velo de romanticismo, queda eso: una jerarquía vertical, unos intereses comerciales y políticos, unos empleados que sirven a cambio de un sueldo.
La parte industrial, la que dicen que agoniza, no es especialmente bonita de ver. Toda la gracia está en el oficio, en las personas que lo practican y en el público al que sirven. Quizá desaparezcan las mesas, la cafetería, las complicidades oficinescas, la seguridad de una nómina, la enfermedad retribuida, el relativo cobijo de una cabecera; es de suponer que, en contrapartida, el periodista quedará liberado de los compromisos de sus amos. Se atisba una época en la que el periodista será él mismo, expuesto a la intemperie, a solas con sus propios compromisos y sus propios errores.
No crean que después de los "dinosaurios", por utilizar una expresión con la que jugaban Cruz y Guillermoprieto, vendrá el vacío. Vendrá otra cosa, simplemente. Otra cosa que ya existe. Yo no necesito el aval de una cabecera para creer en las cosas que cuenta, por ejemplo, Gervasio Sánchez. Mientras exista la sociedad, existirán periodistas como él. Eso me tranquiliza. No sé si a ustedes.
egonzalez@elpais.es
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