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Columna
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Haro

Una lectora de EL PAÍS lamentaba en una carta al periódico la ausencia de Eduardo Haro Tecglen, de cuya muerte hará cinco años en octubre. Tantas muertes. A veces, cuando zapeo por los canales viejos y nuevos, recuerdo a aquel hombre adusto, el primero que de manera fija se ocupó en esta columna de contar lo que veía y lo que se veía. Claro, era un soldado que no sabía que había acabado la guerra, como dijo de él Manuel Vicent, así que seguía disparando en todas las direcciones; cuando disparaba, y disparó contra algunas guerras, sobre todo en contra de la primera que discurrió en Irak (¡qué estafa!, decía), se olvidaba de la pequeña pantalla, a la que recurría de paso, como para pespuntear su mirada, pero solo levemente.

Como le pasa a Fernando Trueba, y como reclamaba Juan Cueto en sus espléndidas e inolvidables visiones de todo lo catódico, Haro tenía una mirada distraída sobre la actualidad; se levantaba temprano, en un tiempo en que la mañana estaba vacía televisivamente, y ya escribía su papel, unas 35 líneas, sin fallar, ni cuando el tiempo le resultó tenebroso.

Como aquí lo habían puesto (él se sentía recluido, pero sabía que era un sitio de honor del periódico, era consciente de ello), se sentía obligado, a veces, a hablar de lo que segregaba la pequeña pantalla. Pero nunca fue un forofo, ni mucho menos; en realidad, no era ni siquiera forofo del teatro, que a veces le aburría mortalmente; ni era un forofo de nada; era un escéptico militante, poseído por la certeza de que no hay nada cierto. Así que su mirada era la de un pesimista obligado a ocuparse de las cosas que suscitan entusiasmo, a favor y en contra. A veces, digo, cuando zapeo, me acuerdo de él; veo las TDT y siento una enorme melancolía: para esto, para estos gritos sin susurros, nos inventaron esa novedad; y veo en las generalistas ese desprecio constante a la inteligencia que se le supone a un espectador adulto; compruebo cada tarde, hasta que se hace el momento de las 35 líneas, por qué Haro escapaba de su columna creyendo, como el Jorge Guillén más triste, que el mundo estaba mal hecho. Acaso porque descubrió el mundo y lo vio mal, Haro regresó a ese tiempo raro y feliz de una infancia que le hizo republicano, quizá el mejor tiempo de su vida, al que le dedicó un libro, El niño republicano, y lo mejor de la mirada que nos falta.

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