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Columna
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Hijos de papá

David Trueba

Cuatro es una cadena anómala. Su absorción por Telecinco provoca una extraña sensación al espectador. Si compara ambas cadenas tiene la sensación de estar en la franja fronteriza entre Villarriba y Villabajo. Si el espectro televisivo es ese, la correspondencia sería como vivir en una ciudad que solo tuviera dos museos, el de Cera y el del Jamón, que están muy bien y son francamente visitables, pero a ratos a uno -hay gente para todo, dijo el Gallo- le apetece echar una mirada al Prado.

En la reorientación de Cuatro, previa expulsión de los vestigios inservibles y la inclusión de elementos de la Cinco, cabe desde una maravilla para niños como Bob Esponja hasta el péplum grotesco de Spartacus, un Yo, Claudio escrito por un traficante de anabolizantes. Al ciclo de mustia decadencia de los concursos de bailarines y cantantes, le ha seguido la experimentación con formatos reeducativos. Los hay que tienen una humilde vocación de servicio pedagógico al aire de Supernany, Hermano mayor o El encantador de perros, pero también los hay con más aspiraciones de retrato goyesco que de espíritu formativo. El más comentado es Hijos de papá.

Nadie valora a estos muchachos como lo que son, los únicos comunistas en activo de verdad. Los únicos entregados al reparto de la riqueza, dilapidadores del dinero acumulado por sus antecesores. Si no existiera el hijo de papá la sociedad tendría que volver a las desamortizaciones o a las teorías de Proudhon. En realidad Paris Hilton es la sucesora, en una sociedad descacharrada como la nuestra, del antiguo Komintern.

Los ocho engañados para protagonizar Hijos de papá padecen las afecciones típicas. Uno tiene un Porsche pero no carnet de conducir, otra quiere operarse toda ella y una pretende vivir de sus padres hasta cazar un marido rico. El programa les castiga a madrugar, convivir, sin que falte el paseo en braguitas y pectorales. También a fregar y trajinar en faenas del campo. Queda establecido lo que es placer y lo que la condena. Se perpetúan los valores clasistas. Sacamos al niño maleducado del paraíso para darle un paseo por el infierno y que recapacite, cuando a lo mejor vivir entre cerdos y abono contiene más pureza que lo que ellos conocen desde niños.

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