Hitchens

Si alguien representaba la mejor versión del polemista mediático era Christopher Hitchens, el escritor y periodista británico nacionalizado estadounidense que ha muerto a los 62 años. Los territorios televisivos están plagados de tertulianos que actúan sobre el debate político como los excipientes en las medicinas, es decir, no añadiendo nada más que palabrería. Hitchens en cambio no dejaba nunca indiferente. Podías estar en radical desacuerdo con él, solo faltaría con alguien que se autodefinía como un contrario más que un disidente, un tipo a contracorriente, pero sus argumentos siempre eran razonados, expresivos y duros de rebatir.
Trostkista de origen, mantuvo una tertulia con sus compañeros de generación como Martin Amis, Ian McEwan, Clive James y Salman Rushdie, por quien sacó la cara en plena persecución islamista y que fue la primera piedra para no transigir con las limitaciones de la libertad que pretenden imponer los líderes religiosos. Decepcionado por la tibieza de muchas voces relevantes cuando surgió la amenaza, fue subiendo la graduación de su compromiso por la causa. Era un placer incómodo leer su apoyo a la guerra de Irak, su defensa de Woolfowitz y de la invasión norteamericana, pero quienes corrieron a borrarlo de entre sus lecturas por ello, se perdieron a un agitador divertido, sardónico y culto. A veces elegía enemigos para los que carecía de mesura en sus críticas, de Michael Moore a Mel Gibson o Noam Chomsky, pero en otras ocasiones su ferocidad era una bendición para mantenerte alerta. Indagó en la trayectoria de Kissinger como criminal internacional, de Bill Clinton como mentiroso compulsivo o de la Madre Teresa como reaccionaria integrista promotora del dolor ajeno.
Pero también sabía admirar desmedidamente, ya fuera a Thomas Paine, Jefferson, Orwell o Bob Dylan. Enfermó de cáncer después de terminar sus memorias, Hitch 22, pero para entonces era un referente que había saltado de la prensa a los intensos fuegos cruzados de las tertulias televisivas, al cine documental y hasta publicaciones en la Red como Slate o Vanity Fair, donde experimentaba consigo mismo exprimiendo compulsivamente sus facetas de vividor, bebedor y de hombre convencido de que los límites de la existencia son los que podemos alcanzar con la vista.
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