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Columna
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Irene

Carlos Boyero

¿Quién bautiza a los monstruos y decide otorgarles un nombre? Imagino mis escalofríos si viviera en Nueva York sabiendo que en unas horas puede ser destruido todo lo que tengo, incluida esa vida que he mantenido con suerte o con esfuerzo, a causa de una depredadora que lleva un nombre tan bonito y dulce como Irene. Cuentan que previendo el efecto de sus devastadoras garras han desalojado de sus casas a 400.000 personas. Ocurre en la ciudad más poderosa del universo, la geografía natural de esa cosa sin rostro identificable, siniestra y abstracta llamada mercados que puede amargar la existencia del resto del mundo, un reino presuntamente invulnerable ante sus enemigos humanos y las catástrofes naturales. Imagino el estupor, la desolación y el horror del símbolo más grandioso de Estados Unidos al constatar un maldito 11 de septiembre que el fuego, la destrucción y la muerte también podían cebarse con ella, sentir lo mismo en sus casas y en sus calles que lo que debió sentir la población civil al ser bombardeada hasta el exterminio en Hiroshima, Nagasaki, Dresde, Vietnam, Irak y tantos lugares que padecieron el indiscriminado castigo del más fuerte.

Se supone que los tsunamis, terremotos, tempestades, esos villanos ancestrales, no los ha creado el hombre (y no por falta de ganas, ya que su historia demuestra que no existe otro animal tan destructivo como él), sino que forman parte de los enigmáticos designios de los dioses. También que estos son clasistas administrando esas plagas, ya que casi siempre se ensañan con los más tirados, con los que padecen eterna miseria o solo pueden aspirar a la supervivencia más dura, los que en consecuencia no poseen la menor defensa ante la embestida del monstruo. Esas tragedias solo ocurrían en Indonesia, en Haití, en Nicaragua, en Pakistán, en escenarios inmersos o cercanos al subdesarrollo. O sea, que si Dios lo ha querido así, por algo será. Pero que se atrevan a incluir entre sus salvajes objetivos a Japón y a Estados Unidos supone un atentado contra el orden natural de las cosas, el que imponen los que habitan en el cielo a los más desgraciados de la Tierra. Ojalá que la maravillosa Nueva York no sufra ningún daño. Y si Irene exige forzosamente un tributo, que solo desaparezca Wall Street.

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