Morente

La 2 emitió anoche como homenaje a Enrique Morente, que prolongará el sábado con un Informe semanal, su concierto en el Festival de Jazz de Vitoria en 2006. Morente tenía sitio en cualquier festival, porque huyó de los integrismos para integrar en su canto todas las posibilidades musicales y poéticas. Cantó el flamenco más tradicional, un estándar americano, a Piazzola o a Leonard Cohen, sin perder nunca de vista a los más grandes poetas en castellano. Tocó con los suyos y los que no eran suyos, con los viejos y con los jóvenes, y será tan enorme su influencia que estoy seguro de que tocará también con los que aún no han llegado. Vivió en estado de sed y amaba su oficio desde la raíz, sin dejar ni un momento, pese al éxito, de explorar el pasado, el presente y el futuro. Su desaparición es un roto a la música española de unas proporciones difíciles de calcular, porque no hay experto que se atreviera a predecir los caminos que aún Enrique Morente podría haber explorado.
Y aunque la música fue su reino y en sus dominios y atrevimientos no se pusiera el Sol, en persona era uno de esos tipos a los que en cualquier lugar y condición te alegrabas de encontrar, saludar, charlar un rato y apreciar su guasa, cuando no la orquesta que escondía en sus nudillos contra la mesa. Un rasgo de su grandeza es recordarlo en estos días de tanta pena con una sonrisa, con la carcajada triste por alguna de sus salidas brillantes. Deja, al irse así, a sus muchos huérfanos un sabor acartonado en la boca, en una resaca eterna.
Si los ladrones que desvalijaron su casa del Albaicín mientras él se moría en Madrid le hubieran conocido tres minutos, a estas horas estarían de vuelta al hogar las cosas que se llevaron. Pero entonces la vida tendría sentido y la gente estaríamos a la altura de lo que se esperaba de nosotros. A Morente, que casi siempre estaba disponible, presto a ayudar, que era un tipo de buena estrella, lo definía aquel tango de Horacio Ferrer: caminaba derecho sobre atriles torcidos. Muchos se preguntan, como se preguntaba aquella canción desconsolada: ¿Quién repite esta raza, esta raza de uno?
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