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Columna
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Porvenir

David Trueba

El discurso del Rey en Nochebuena tuvo un comienzo espectacular. Después de la carátula, tan discreta como anticuada, las primeras frases tenían una rotundidad de conceptos inhabitual. Aquello funcionaba. El envaramiento que produce el cambio de cámara fija sobre un señor que está hablando empezó a minar la rítmica y, poco después, al adoptar los caminos trillados de todos los años se enturbió la certera escritura. Parecía como que a un nuevo redactor le hubieran encargado el primer minuto y luego, algo agotado por el esfuerzo, hubiera añadido con leves retoques los textos de años anteriores. En los tiempos en que todo va más deprisa, los encargados de discursos institucionales abusan de la suspensión temporal del zapping. Si se fijan en las muchas parodias del discurso que alberga YouTube todas tienden a la brevedad. No creo, en esto de la burla, que el gigante Google con su extravagante Premio Príncipe de Asturias vaya a sufrir un sartenazo judicial como le tocó a El Jueves.

En el que nos toca, donde el futuro amenaza con más crisis, la dificultad de Su Majestad para pronunciar la palabra "porvenir" fue llamativa. Una palabra tan hermosa como inquietante ha de pronunciarse como una caricia o mejor ni mentarla. Cualquier patinazo provoca lo contrario de lo que se busca. Tú dices mal "porvenir" y es como si al declararte a una chica te atragantas. A mí me pasó y fue otro de mis grandes fiascos adolescentes. Trastabillas al decir "porvenir" y en el fondo estás diciendo: "La que os espera, súbditos míos".

En los primeros minutos rutilantes del discurso, el Rey fue fiel a la elección de la corbata verde pálido. Habló incluso de sostenibilidad, en un guiño a la verdadera causa de nuestros nuevos millones de parados: la enorme dependencia económica de industrias que además de desgraciar el suelo del país no nos hicieron ricos como prometían. Pero ese mismo tono verde fue verdaderamente pálido cuando entre el recuerdo a los que trabajan por España en el extranjero y a los secuestrados olvidó mencionar a López de Uralde, el dirigente de Greenpeace que se ha comido la Navidad en un presidio de Dinamarca. Su delito fue colar una pancarta ante las narices de los jefes de Estado que capitanearon el naufragio de la Cumbre del Clima en Copenhague. Decía: "Los políticos hablan, los líderes actúan". Hablaba del porvenir.

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