Propiedad
Varias personas escriben en esta columna. Quien hoy firma lo hace con bastante frecuencia, de lunes a viernes, salvo enfermedad o ausencia justificada. Una pregunta facilita: ¿a quién pertenece esta columna? Hay una empresa que paga el papel y la distribución, la publicidad del diario, los sueldos de quienes redactan, editan, ajustan y, en su caso, colocan en el ciberespacio, los posibles gastos legales, etcétera. Hay una empresa que pone la cabecera, porque es suya. Hay una empresa que apuesta su prestigio y su dinero, con mejor o peor criterio, para que estas líneas aparezcan cada día.
Ahora imaginemos que, por la razón que sea, la empresa decide que cambie el nombre del arriba firmante. Es decir, que otra persona, u otras personas, se encarguen de esta columna. ¿Alguien discutiría el pleno derecho de la empresa? Este espacio es de quien es: de la empresa. Como todo el periódico. Eso es algo que tienen muy claro los empleados y, supongo, los lectores. No hay discusión posible. Las cosas resultan igualmente obvias en el terreno parlamentario. El votante elige la lista de un partido, entera, con lo que le gusta y con lo que no. Es el partido quien paga la propaganda, las oficinas, las fiestas. Es el partido, con toda lógica, el que decide quién va en la lista y quién no va. Es el partido quien decide lo que el parlamentario electo votará en cada caso. Quien manda es el partido. Los escaños son suyos.
Sin embargo, la ley establece que el escaño es de la persona que lo ocupa. Cada electo posee un acta que lo atestigua. Y esa acta nominal, tan contradictoria con la realidad política española, es una condición básica de la democracia representativa: mantiene la ficción (importantísima, insustituible) de que detrás de cada voto en el Parlamento existe una conciencia. Si no cambia la ley electoral, si no se abren las listas, si el electo no tiene que poner la conciencia, sino solamente el dedo de votar y el cazo de cobrar, esto es una pamema. No sólo lo que ocurre en la Asamblea de Madrid: todo.
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