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Columna
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Relevos

David Trueba

Se acumulan los nuevos nombramientos, lógicos tras la llegada de otro partido al Gobierno. El ministro de Interior insistió en que era una demostración de vigor democrático el reemplazo de todos los jefes policiales. Sin embargo, para muchos, esta urgencia por colocar a los fieles en el alto mando puede delatar lo contrario. Así que es bueno explicar cada uno. Es probable que los conservadores desbloqueen nombramientos que atascaron hasta límites insoportables durante las legislaturas socialistas. Les resultará más cómodo proceder al relevo en los tribunales y hasta en la presidencia de la televisión pública, ofreciendo una vez más un espectáculo triste a la ciudadanía, que percibe que los intereses partidistas se sitúan siempre por encima de las instituciones. Ni tan siquiera los códigos de buenas prácticas o los formatos más democráticos de elecciones profesionales se libran de esa presencia de los partidos como dominalotodo institucional.

De tanto en tanto, algunos relevos desatan revuelos. Las instituciones culturales se benefician de la independencia de sus súbditos, que están más acostumbrados a la protesta que otros ámbitos profesionales más dependientes de llevarse bien con los recién nombrados. También cargan con el castigo, por ello, no lo duden. La sustitución de José Luis Cienfuegos al frente del Festival de Cine de Gijón, en la dinámica asturiana que arrancó con la crisis del centro Niemeyer, no es más que una grosera expresión de que la política a veces mueve a dedo hasta lo que funciona, porque es incapaz de aceptar que un buen profesional siempre será mejor que la fidelidad amiguista.

Esperanza Aguirre destacó el otro día que la oferta del Gobierno para la privatización de las televisiones autonómicas era positiva, porque siempre sería mejor dejar esos canales en manos de profesionales que no de políticos. Y tiene toda la razón, pero ella, y ellos, son los que se empeñan en llenar de nombramientos políticos lo que tendría que someterse a rigores profesionales. Este comportamiento habitual produce una dolorosa melancolía en los ciudadanos, que saben que tras esa forma caprichosa se esconde un penoso desprecio a las instituciones, a las que se trata como una vaca a la que ordeñar. Porque el relevo es sano, pero mucho más que las razones que lo propician sean explicables.

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