Sarkozy

El mejor espectáculo de la política europea se llama Nicolas Sarkozy. No me refiero a Carla Bruni, los yates, la pose hortera y demás frivolidades: eso es el envoltorio del personaje. Sarkozy es un espectáculo en sí mismo. Basta verle pronunciando un discurso, como el de ayer en el Parlamento británico (CNN+, directo). Puede eliminarse la voz, la energía sigue fluyendo. Es el orador más intenso desde Adolf Hitler (sin malentendidos; hablamos de comunicación verbal y física, no de monstruosidades), con un mérito añadido: Sarkozy no habla desde convicciones profundas. Lo suyo es talento innato.
Sarkozy forma parte de una tradición francesa y napoleónica: el jefe de Estado bipolar. O el palacio del Elíseo, o el manicomio. Ocurría con De Gaulle, idéntico a un loco que se creyera el general De Gaulle. Y ocurría con Mitterrand, un político trapacero (iba de un partido a otro, inventaba falsos atentados para hacerse publicidad) que un día creó un personaje imposible, Mitterrand el estadista sutil, perversamente fascinante, y alcanzó un formidable éxito. Giscard y Chirac lo intentaron, con resultados mediocres: poseían la ambición, pero no el punto de locura.
Durante varios meses, hacia 1994, desayuné con Sarkozy casi cada viernes. El entonces ministro de Finanzas reunía a un grupo de periodistas y se exhibía. No comía ni bebía y no hablaba de nada en concreto. Eran sólo ensayos de su futuro personaje. Una vez dijo que lo que más le gustaba de su ministerio, situado a orillas del Sena, era la lancha rápida: cuando tenía prisa iba de un lado a otro en su lancha oficial, protegido por patrulleras de la policía. Creo que era sincero. Le gustaba jugar y desear juguetes. En cuanto obtenía un ministerio, pensaba ya en otro. El objetivo, desde el principio, la presidencia.
Sería un error minusvalorarle. Ya tiene la presidencia, y a Carla Bruni. Ha agotado todos los juguetes del mercado. Con tal de no aburrirse, podría acabar haciendo alguna cosa grande.
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