Tesoros

Recuerdo con fascinación dos novelas de aquel misterioso autor que firmaba con el seudónimo de Trevanian. Las protagonizaba un tipo llamado Jonathan Hemlock, eminente profesor y crítico de arte, dotado de un instinto infalible para detectar falsificaciones de cuadros, viviendo en una reconstruida iglesia de Long Island, concentrando todo sus placer en el sexo y en las pinturas exclusivamente impresionistas que compra a un ladrón al servicio de sus carísimos caprichos. Puede disfrutar en soledad, sin prisas y sin pausas, a cualquier hora, de esa imperdurable belleza parida por Monet, Degas, Cezanne, Pissarro y demás. Para pagarse su maravillosa droga, tiene que currar duro. Ejecuta sanciones. O sea, asesina con perfeccionismo a la gente que le ordena una agencia gubernamental de espionaje.
Pienso inevitablemente en ese personaje de ficción ante la rocambolesca noticia de que han birlado al clero en la catedral de Santiago un tesoro bibliográfico del medievo y de precio incalculable. Sospechan razonablemente que ese expolio obedece a un encargo. De alguien con capacidad para gozar hasta el infinito del valor de esa joya. Y lógicamente, podrido de dinero.
Lo tragicómico del caso es que, al parecer, el celo de la Iglesia, ancestral propietaria de toneladas de arte, siempre se ha mostrado tacaña a prestar temporalmente esas maravillas que sean exhibidas en público, para que el vulgo o los exquisitos puedan observar esa belleza. Cuentan que tampoco lo tenían fácil los historiadores ni los especialistas. No se sabe si esas razones solo obedecen al temor de que sus posesiones estuvieran expuestas al mínimo daño, o por el síndrome Hemlock, resumido en términos prosaicos en esa ordinariez tan comprensible y humana del "tó pa mí".
Veo la impagable fotografía que publicaba este periódico el viernes abriendo la sección de Cultura, captando los labios fruncidos y encabronados del deán de la catedral y la actitud desolada de uno de sus subalternos, con los ojos cerrados, mesándose la frente y la cabeza inclinada hacia abajo. Trato de ponerme en su lugar al haber sufrido latrocinio tan atroz. No puedo. Me da igual quien sea el poseedor, legal o fraudulento, de un tesoro que nunca me iban a permitir admirar.
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