Trampas
Cuando el fútbol era un juego, podía ser limpio o sucio. Generalmente, era una combinación de ambas cosas. Y al juego sucio, cuando no incluía violencia, se le llamaba "picardía". Engañar al árbitro formaba parte del juego. La aparición de la cámara alteró la percepción del juego: las trampas podían verse todas las veces necesarias. Pero el fútbol tenía aún mucho de juego cuando Maradona hizo la trampa más célebre: aquella "mano de Dios" en el Argentina-Inglaterra del Mundial 86.
El fútbol, ahora, ya no es un juego. Es, por encima de todo, un espectáculo televisivo que mueve miles de millones. La propia FIFA lo asume: cambia las reglas cuando le conviene, como en la selección de cabezas de serie en el Mundial de Suráfrica, para asegurarse la máxima audiencia posible. No creo en conspiraciones. No creo que el árbitro del Francia-Irlanda se equivocara a propósito. La mano de Henry la vio todo el mundo menos él. La cuestión es que el espectáculo televisivo sólo soporta la trampa cuando está pactada y aceptada de antemano, como en el pressing catch: es comedia y se consume como comedia. El boxeo, que siempre vivió entre amaños, no pudo soportar que la farsa se viera en pantalla; dejó de ser un meganegocio, como lo es ahora el fútbol, y se quedó en negociete.
Da lo mismo que el espectáculo sea una ficción. Lo esencial es que resulte creíble. Algo parecido ocurre con la política. Se ha convertido en un espectáculo basado en dos ficciones: la primera, que se desarrolla a la vista del ciudadano; la segunda, que el ciudadano es, en último extremo, quien decide. Como en el pressing, la trampa es lícita si complace al espectador.
El funcionamiento de la Unión Europea rompe con esa doble ficción pactada. Su política se ejerce de modo invisible y no hace esfuerzo alguno por implicar al ciudadano. La UE no existe como fenómeno televisivo. Sabemos que hay trampas, pero ni se nos muestran ni se nos ofrece la ilusión de castigarlas. ¿Cómo creerse ese juego?
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