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Columna
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Viejos peligros

David Trueba

Mientras los medios de todo el mundo se ponen de acuerdo sobre si a Bin Laden se le ha dado caza, liquidado, eliminado, asesinado, exterminado, ejecutado o dado islámica sepultura, el discurso más tranquilizante es el que nos dice que ahora ya podemos dormir más tranquilos. Pero no se dejen arrastrar por la euforia. El miedo es el mejor método de sometimiento, así que el miedo volverá con otra cara. Los planes del mal son inacabables. Fíjense en el ataque informático a la plataforma de juegos PlayStation de Sony.

Setenta y siete millones de personas andaban jugando a la guerra de las galaxias, mientras un intruso extraía sus datos personales y las coordenadas de sus tarjetas de crédito, en una escaramuza menos épica, pero infinitamente más rentable. Que alguien te toque la tarjeta de crédito equivale en nuestros días al antiguo tocarte el corazón. Por ahora no sabemos si lo único que pretendía era darse un paseo por la fragilidad de los sistemas de seguridad o pegar un sablazo cierto. Ayer mismo se anunció el cierre temporal de la conexión Sony Online Entertainment tras detectar fallos en el sistema de seguridad y si se siguen revisando sistemas de seguridad no quedará uno en pie, porque la base de todo sistema de seguridad es tener lagunas.

El ataque a Sony es otro ataque a la japonesidad, castigada bien duro este año, pero también a la virtualidad, el futuro y los sueños. Uno nunca piensa que en cosas tan íntimas y edulcoradas se infiltrará el mal cotidiano, pero ahí está. Aunque la empresa compense con horas de juego gratuito las gestiones incómodas y costosas de recauchutar las tarjetas de crédito, la violación duele. Los datos personales circulan como una mercancía poco protegida en la Red.

Firmas muy respetables están traficando con ellos sin que la alarma social se haya disparado y se transmite una sensación de indefensión algo ridícula, como si ahora en el buzón de nuestro portal figurara desde la partida de nacimiento hasta nuestra última revisión dental pasando por la vergonzosa constancia de que leemos a Punset para autoayudarnos y ayudarle a él de paso. Cada episodio desafortunado nos convence más de que un mundo nuevo no se libera necesariamente de los viejos peligros.

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