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Columna
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El otro era él

Javier Sampedro

Pat Martino ya era uno de los grandes guitarristas de jazz de la historia cuando, a los 36 años, los médicos le diagnosticaron un aneurisma cerebral. Le recomendaron operarse y, tras escuchar la opinión de sus padres, decidió aceptar y meterse en el quirófano.

Nadie sabe dónde se localiza en el cerebro el arte de tocar la guitarra, pero es obvio que no debe andar muy lejos del sitio exacto que ocupaba el aneurisma de Martino, o de los lugares precisos que irrigaba su arteria enferma. Si el subjuntivo es un trozo de cerebro, no debe ser tan extraño que la escala menor melódica sea otro que habite en la vecindad de una cadencia de 12 compases, de la ambigüedad no resuelta entre los modos mayor y menor, del desgarro inconsolable que una blue note puede introducir en tu sosiego de manera incomprensible. No debe ser tan extraño porque, cuando el músico despertó, su arte ya no estaba allí.

No hay que tener mucha imaginación -aunque sí una imaginación de cierta clase- para hacerse una idea de la desolación de sus padres, de su tristeza abisal, de su culpa tan injustificada como ineludible. Su anuencia no había sido necesaria para la operación, puesto que fue su propio hijo quien firmó el consentimiento en plena posesión de sus facultades mentales. Pero su hijo, en cierto sentido no trivial, había muerto en el quirófano, y ellos se habían quedado solos con las consecuencias trágicas de aquella decisión compartida. Compartida con un muerto.

Y sin embargo Martino no se considera víctima de ninguna tragedia. Para él, su vida es la que es, y no la que podría haber sido. Escuchó los discos que había grabado ese tipo al que no conocía de nada, y decidió convertirse otra vez en sí mismo: en su mejor imitador, en su yo reencarnado. Le costó 14 años, pero cualquiera que tenga una cuenta en Spotify puede evaluar su éxito. Y poner la moraleja.

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