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Columna
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Sin exagerar

Carlos Boyero

El anzuelo más contundente que me lanzaron hace demasiados años para convencerme de que escribiera una columna de televisión era que suponía una rendija para observar el mundo, que al desfilar por ella todo tipo de personajes y de temas, las noticias puntuales del mundo, la inmediatez del aquí y ahora, ofrecía la coartada ideal para expresar la visión de todo lo que te dictara el cerebro, el corazón o los genitales. Que el juego que te daría ese escaparate masivamente consumido sería infinito. Aclaré a la gente que me hacía tan goloso ofrecimiento mi natural desapego hacia el mueble parlante con el que me tendría que relacionar cotidianamente, mi inquebrantable certidumbre de que la vida tenía que estar en otra parte.

Solo existía en aquel momento la televisión pública y nadie medianamente cuerdo podía asociarla ni remotamente con el cielo, pero sí recuerdo que en épocas ejerció de impagable filmoteca, programada con amor y conocimiento. También que existían unos cuantos oasis conducidos por auténticos profesionales, series importadas de la BBC frecuentemente dignas, algunas memorables. Y , por supuesto, la mediocridad sonrojante, el folclore idiota, la caspa autosatisfecha, tenían notable protagonismo. La ingenuidad o la esperanza pronosticaban que el advenimiento de las cadenas privadas dotaría de calidad a la oferta, que la televisión podría entretenerte sin que te acompañara la sensación de que su mercancía te considera gilipollas. Ni los más escépticos calculaban las toneladas de detritus que iban a caer del competitivo cielo. El imperio de la basura sería inapelable y progresivo, clónico el hedor, con la sagrada bendición de los infalibles gustos de la audiencia.

Siento compasión por la salud mental de la gente que tenga la obligación de dedicar varias horas diarias a observar la televisión convencional y hablar sin pausa de sus contenidos. Currar en el andamio ofrecerá mayor riesgo físico, pero seguro que no devasta tanto las neuronas.

Mi estupefacción se ha topado alguna vez con un pavo supuestamente irresistible al que una veintena de mujeres se proponen seducir. El engendro se titula I love Escassi. El desarrollo es aún más inenarrable que el planteamiento. Es el signo de los tiempos. Televisión pura y dura.

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