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Columna
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Lo que hay

David Trueba

Nada más inoportuno que pararse a analizar las razones por las que afloran los telefilmes sobre personajes reales. La primera, no lo duden, es porque tienen subvención. Pueden incorporarse a la partida de audiovisual comunitario que han de cumplir por ley las cadenas, siempre y cuando no superen los dos episodios. Y allá están plantados en los dos episodios. Si se subvencionara pintar de rosa a las cucarachas, asistiríamos al nuevo oficio de artista cucarachero, así de flexible es el mercado. Se eligen personajes reales, habituales del corazón, porque de manera sencilla podemos ocupar la ficción también con el cotilleo.

Si pusiéramos todos estos telefilmes juntos certificaríamos que estamos asistiendo a la ambiciosa adaptación cinematográfica de la revista ¡Hola! Si se han adaptado novelas y obras de teatro, por qué no se podrían adaptar los seriales hagiográficos que en nuestra infancia publicaba el Lecturas. Y además mantener el mismo tono, marca del género, respetuoso, amigable, pero siempre con la puntita de morbillo curioso. Es obvio que si uno quiere poner en imágenes el entrañable noviazgo de Felipe y Letizia, es mejor acudir a la amabilidad del cuché que a la serialización burra que hizo la revista El Jueves y que combinaba la zafiedad de la vida real con el respeto humanizador que la sátira otorga a sus personajes parodiados. Se anuncian sin parar nuevos asaltos a estos héroes de la aventura en la fama, algunos bordean la vida de santos, o incluso se anuncia un biopic de Mario Conde escrito por Mario Conde, consuelo mientras llega el día en que pueda reescribir los telediarios.

La elección de estos modelos audiovisuales responde más a urgencias de contabilidad, retos de audiencia, que a la búsqueda de dejar para la posteridad una memoria histórica. Es una lástima que no prosperaran otros modelos más rigurosos y exigentes. Hace poco volví a ver la miniserie que Peter Watkins rodó en 1973 sobre el pintor noruego Edvard Munch. Elegir un maestro del arte, con una biografía compleja de angustias y vaivenes psicológicos, en enfrentamiento sangriento contra los gustos académicos de la época, dotaban a Munch de categoría y trascendencia. Era un modelo de relato televisivo que de haber triunfado nos habría hecho, si no mejores, un poco más inteligentes.

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