Los vicios son privados

Creo que se le atribuye a Atila, aquel señor tan bruto, la certidumbre de que no hay espectáculo más gozoso que arrastrar detrás de tus caballos a los enemigos mientras que escuchas el llanto de sus mujeres y de sus hijos. Lo primero tiene su lógica, pero es impresentable incluir en el disfrute sádico a la familia del rival. Imagino que no solo a la vengativa izquierda, sino a cualquier persona medianamente legal, le produce olímpica satisfacción la angustia que puede asaltar a un amoral todopoderoso y eternamente impune como Berlusconi, alguien que impone leyes a su medida y maneja esperpénticamente a una nación como si fuera su cortijo, al percibir que se le pueden exigir cuentas, exigirle factura a la corrupción absoluta que él personifica. Pero tengo serias dudas, a pesar de mi regocijo inicial, de que la metodología ética para cazar al gángster sea colocar micrófonos y cámaras clandestinas en esa cosita tan sagrada llamada intimidad. Todos tenemos derecho a disfrutar o padecer en privado nuestros vicios, caprichos y miserias.
También se supone que nuestro paraíso privado no debe ser sufragado por el contribuyente. Y te sorprende que gente tan rica, con capacidad para sufragarse lo que le salga de los genitales, con la coartada del poder político para lograr legítimamente (es un decir) todo tipo de privilegios para ellos y para sus herederos, sean tan tacaños o tan bobos como afrontar el riesgo de cargarle al Estado sus movidas erógenas y de que éste pueda llegar a exigirte recias cuentas por semejantes fruslerías.
Y siempre preferiré que los que me pisan la cabeza sean libertinos a puritanos, que el que me estafa se lo gaste en putas y en drogas en vez de construir monumentos a su intachable imagen o a erigir templos al poder de Dios, de Satanás, de Alá, de Yahvé, o de su santa madre. Pero sería preferible trincar a Berlusconi por ladrón o por asesino que por el priapismo de su invitado y el tanga de las ninfas.
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