Empezar de cero
Sigo en Pekín, atento a unos Juegos donde los voluntarios son obligatorios y los camareros del centro de prensa realizan el cambio de turno a paso marcial y rindiendo honores a la bandeja. Continúo en la ciudad que tiene el mayor porcentaje de adultos obedientes del planeta. Urbe inmensa que se parece más a la Gotham de Batman que a la portada de El loto azul. Beijing 2008, donde un acontecimiento, concebido para hermanar pueblos, disuelve a los pocos extranjeros que han conseguido visado en un mar de chinos. Se echan de menos banderas que no sean rojas y a las hinchadas variopintas que inundaban las calles de Sidney; a pesar de que Australia nos pillaba a todos bastante más lejos. Sigo en Pekín, donde los helados son de guisante verde y el barrio chino es el ruso. Ojalá que Londres, en lugar de intentar superar a China, mire hacia el pasado e intente recuperar el espíritu olímpico en una ceremonia de la humildad. Claro que, eso, no depende de una ciudad sino del COI, organismo oficial que se ha ganado a pulso la misma credibilidad que la ONU, o sea: cero.
Sigo en Pekín, donde se toma la cerveza caliente y se sirve el vino con cubitos de hielo. Donde, desde que acuchillaron a un norteamericano, han desaparecido por decreto ley los sables de acero de los anticuarios y han ocupado apresuradamente su lugar imitaciones de madera. Y, en esta capital, a pesar de los pesares, todos los días me emociona la proeza de algún deportista. O los ojos marrones de Cindy Crawford, a la que cometí el error de conocer. Ahora, cada vez que escucho tras de mí un ruido, me sorprendo girando la cabeza y susurrando la misma pregunta a un chino desconcertado: ¿Cindy?, ¿eres tú? Es el eco de la esperanza. La prueba de que, más allá de países y comités, al mundo lo mueven sonrisas, atardeceres y centésimas de segundo arrancadas a un cronómetro. Emocionarse es gratis; si no, los parias estaríamos prohibidos.