Qué pereza
Supongo que Carlos Marx se arrepintió toda su vida de haber "entregado" a su hija Laura al apuesto médico mulato Paul Lafargue, más rabelesiano que militante. Y, sin embargo, El derecho a la pereza (1880), la obra por la que su yerno es recordado, es posiblemente el panfleto anticapitalista más corrosivo desde el Manifiesto Comunista (1848). Su objeto es, precisamente, la desacralización del trabajo, que, lejos de ser un derecho de los obreros -sostiene Lafargue- es, más bien, un deber que les imponen sus explotadores; el único derecho verdaderamente revolucionario es el de la pereza, del que gozarán los antiguos esclavos asalariados en un estado colectivista en que podrán dedicarse a hacer "correr las botellas, trotar los jamones y volar los vasos". En fin, Jauja.
La pereza. Neruda la representa desnuda y prodigiosa: "Me llevó deslumbrado / y soñoliento, / me descubrió en la arena / pequeños trozos rotos / de sustancias oceánicas, / maderas, algas, piedras / plumas de aves marinas". Y Georg Simmel señala en su hermoso artículo "Metafísica de la pereza" (Imágenes momentáneas, Gedisa) que "toda actividad no es más que el puente entre dos perezas, y toda cultura se afana para hacerlo cada vez más corto".
Así lo experimentamos en vacaciones, cuando el relajamiento de la maldición bíblica nos hace sentirnos, durante el tiempo de un suspiro, próximos a otra vida posible. Nos fijamos, como el poeta, en lo que nos había ocultado la arena del trabajo. Y retomamos -también por un instante- aficiones o deseos que la rutina laboral había relegado al olvido. A toda esa beatitud, sin embargo, otros le sacan partido. Por eso la vuelta de las vacaciones es el momento que aprovechan los editores de coleccionables para "lanzamientos" que apuntan a los buenos propósitos que nos habíamos hecho durante el verano: aprender idiomas, pintar al óleo, construir aviones por piezas, hacernos nuestros propios vestidos. Pereza, qué trabajo.
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