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Reportaje:

La prisión de Michelle Obama

Fascinó al mundo con su carisma, pero ocultaba una gran frustración por su difícil encaje en la Casa Blanca. Un retrato de la primera dama a través de más de 30 entrevistas a su círculo de amigos y colaboradores revela fuertes convicciones políticas, tensiones con los asesores de su marido y dudas. Siempre despreció el papel entrometido de otras primeras damas, pero nada ni nadie le obligarían a ejercer de florero

En privado, Michelle Obama echaba chispas, estaba furiosa no solo con el equipo del presidente, sino también con su marido. Después de que los demócratas perdieran el escaño de Edward Kennedy en el Senado, en enero de 2010, Obama seguía mostrándose en las reuniones tan comedido como siempre, negándose a profundizar demasiado en el fracaso o a arremeter contra su equipo. Sin embargo, según algunos de sus asesores actuales y antiguos, la primera dama no alcanzaba a comprender cómo la Casa Blanca había permitido que se le escapara ese escaño tan crucial, necesario para que se aprobara la reforma sanitaria y el resto del programa del presidente.

Para ella, esa pérdida era una prueba más de lo que llevaba tiempo denunciando: que los asesores de Obama eran poco estrategas y demasiado estrechos de miras. Le ilusionaba que su marido se convirtiera en una figura transformadora, y por culpa, entre otras cosas, de los problemas de su Gobierno para alcanzar acuerdos en materia sanitaria, muchos votantes estaban empezando a percibirle como un político del montón.

A ella le parecía que "todo el mundo esperaba que una mujer negra cometiera un error"
La tensión con los asesores llegó ak extremo de que uno la insultó en su ausencia
La dificultad de conseguir que participara en un acto se convirtió en broma habitual
Varios asesores dudan: ¿usa Obama a su esposa para transmitir lo que él piensa?
En el 50º cumpleaños de su marido le dio públicamente las gracias por aguantarla

El entonces jefe de gabinete, Rahm Emanuel, estaba indignado con esas críticas y las comentó con algunos colaboradores, aseguran tres de sus compañeros. En una breve entrevista, Emanuel negó estar disgustado con ella, pero algunos asesores describen una situación sombría bien distinta: un presidente cuyo programa se había ido al garete, una primera dama que no aprobaba el giro que había dado la Casa Blanca y un jefe de gabinete picado por la influencia de la que ella gozaba.Michelle Obama es a día de hoy una experta motivadora que sabe cómo sacar partido de su encanto, paladín de causas que no encuentran oposición (como las familias de los militares y poner fin a la obesidad infantil), un actor político cada vez más astuto con ganas de volcar su popularidad en la campaña por la reelección de su marido. Pero más de 30 entrevistas con asesores, antiguos y actuales, y amigos íntimos de la pareja presidencial realizadas para un nuevo libro, The Obamas, muestran que no se ha reconocido la fuerza y el rol que ha desempeñado en el Gobierno de su marido, y que su historia inició como una lucha y luego siguió con un cambio de rumbo que la llevó a una mayor satisfacción.

A Michelle, que había planteado retrasar su traslado a la Casa Blanca algunos meses después de la investidura, le exasperó comprobar las limitaciones y obligaciones de su nueva residencia, no ser capaz de sacar a pasear a su perro sin arriesgarse a que la fotografiaran, y que los ayudantes de su marido controlaran todo lo que hacía, ya fuese su forma de decorar la residencia privada de la familia o que se llevara a maquilladores a los viajes al extranjero.

Poco familiarizada con los hábitos de Washington, pero entusiasmada con la labor para la que su marido había sido elegido, se veía a sí misma como la defensora de sus valores. A veces era más dura con el equipo de Barack que él mismo, hasta el punto de que en un momento llegó a apremiarle para que lo sustituyera. La situación se tensó hasta tal extremo que uno de los principales asesores explotó durante una reunión en 2010 e insultó a la primera dama en su ausencia.

"Le protege mucho", dijo en una entrevista David Axelrod, uno de los principales estrategas del presidente y director de su campaña. "Cuando piensa que las cosas se han llevado mal o que van por mal camino", añadió, "lo saca a colación, porque ha apostado muy fuerte por él y sabe lo duro que trabaja, y quiere asegurarse de que todo el mundo hace su trabajo como es debido".

Las dificultades de Michelle Obama evidencian algunos de los desafíos esenciales del presidente en la Casa Blanca, entre ellos la manera en que la falta de experiencia de los Obama en la vida política, uno de sus atractivos en 2008, se convirtió en un lastre al llegar al poder.

Sus preocupaciones sobre los empleados de su marido dan pistas sobre el perfil de Obama como jefe del Ejecutivo. Un presidente con poca experiencia en dirección que se aferra a su círculo íntimo, que está menos unido de lo que parecía (la relación de Emanuel con el presidente, por ejemplo, se volvió tan tirante que el jefe de gabinete se ofreció en secreto a presentar su dimisión a principios de 2010; a su vez, Robert Gibbs, secretario de prensa de la Casa Blanca, tenía una relación tensa con Michelle Obama y con Valery Jarrett, otra asesora). Michelle compartía con su marido los mismos sentimientos encontrados respecto a cómo el peloteo y el chismorreo ayudan a conseguir cosas en Washington.

Como a muchos de los partidarios del presidente, a Michelle le inquietaba el abismo que había entre la visión que se tenía de la presidencia de su marido y lo que en realidad podía hacer. Las tensiones que mantenía con los asesores eran fruto de ese debate: ¿qué clase de presidente debía ser Obama? La primera dama ejercía de apoyo en las iniciativas ambiciosas pero poco populares (como la reforma sanitaria y las leyes de inmigración), a la vez que se atribuía el papel de contrapunto de otros asesores, más empeñados en conservar escaños en el Congreso y la popularidad en las encuestas.

"Ella piensa que hay cosas peores que perder unas elecciones", dijo Susan S. Sher, ex jefa de gabinete de la primera dama, poco después de las elecciones legislativas de 2010, a la mitad del mandato. "Para ella, ser coherente con uno mismo es definitivamente más importante". En esa época, Michelle Obama habló en algunas ocasiones sobre qué pasaría si su marido perdiera en 2012. "Sé que estaremos bien", le dijo a Sher.

FRUSTRACIONES PROFUNDAS

Cuando Michelle Obama cayó en la cuenta, en el verano y otoño de 2008, de que las posibilidades de convertirse en primera dama eran altas, preguntó algo que probablemente sorprendería a los que no la conocen: ¿podían ella y sus hijas retrasar su traslado a la Casa Blanca? Quizá fuera mejor, sugirió a sus asesores y amigos, quedarse en Chicago hasta que finalizara el curso escolar y dar más tiempo a las niñas para adaptarse.

Aunque duró poco, la idea era reveladora: a Michelle no le importaba qué tipo de mensaje transmitiría a la opinión pública, que estaba entonces cautivada por la nueva familia presidencial. Le inquietaba que su vida fuera el centro de atención, por no hablar de la perspectiva de residir en una casa-monumento-museo-oficina-recinto militar-blanco terrorista.

Al final decidió ir a Washington inmediatamente, no por las obligaciones del cargo, sino porque "quería que su familia permaneciera unida", afirma Jarrett.

Pero mientras deslumbraba a los estadounidenses con su simpatía, elegancia y hospitalidad en los primeros tiempos de la presidencia, algunos asesores que trabajaron con ella revelan que se sentía profundamente frustrada e insegura respecto a cuál era su lugar en la Casa Blanca. Michelle, una abogada formada en Harvard, había renunciado a su carrera por lo que inicialmente parecía un cargo amorfo. E intentó escabullirse de algunos actos ceremoniales que en su opinión no tenían mucho sentido, como el almuerzo anual para las esposas de los miembros del Congreso que las primeras damas organizan desde 1912.

Procuró limitar su exposición pública y declaró que solo trabajaría dos días a la semana; dentro de la Casa Blanca, la dificultad de conseguir que Michelle Obama accediera a participar en un acto se convirtió en una broma habitual.

La reclusión de la Casa Blanca también fue un impacto para ella; de repente se vio apartada de su antigua vida y sus rituales, y hasta dudaba si debía llevar a sus hijas al colegio o a los partidos de fútbol por miedo a armar un escándalo.

La familia tenía la intención de volver a Chicago con frecuencia, pero su primer intento fue tan complicado que lo hicieron pocas veces. Habían cubierto la fachada de ladrillo de su casa con cortinas negras para disuadir a los francotiradores, y como ya no podían salir a comprar sin más, eran los camareros de la Armada quienes les daban de comer en su propio domicilio.

Al presidente, Camp David, la residencial vacacional, le parecía artificial y aislada. A la primera dama le encantaba. Allí podía deambular libremente sin la intromisión de los fotógrafos.

La pareja presidencial ha declinado ser entrevistada.

Michelle Obama se veía a menudo atrapada en dudas internas sobre qué imagen debían dar los Obama: cómo debían vivir, viajar y recibir a los invitados. Dado que era la primera afroamericana en convertirse en primera dama, quería que todo fuera impecable y sofisticado; le parecía que "todo el mundo estaba esperando a que una mujer negra cometiera un error", asegura un exayudante.

Pero a los asesores de su marido -sobre todo a Gibbs- les preocupaba que la Casa Blanca pudiera parecer ajena a la ira pública respecto al paro, los rescates bancarios y las primas. Lo que generó un tira y afloja constante y nervioso entre las alas Este [que alberga las oficinas de la primera dama, además de la residencia familiar] y Oeste [donde está el Despacho Oval] en torno a las vacaciones, la decoración, el entretenimiento e incluso cuestiones tan insignificantes como si la Casa Blanca debía anunciar o no la contratación de un nuevo florista.

"Todos hemos visto qué pasa cuando se caricaturiza a la gente", dijo Gibbs en una entrevista en la que explicaba por qué controlaba asuntos así de personales. Cuando se comete un error como el corte de pelo de 400 dólares de John Edwards en 2007, "no hay forma de arreglarlo". Otros asesores afirman que había una razón por la que Gibbs se convirtió en el principal encargado de garantizar el cumplimiento de las normas de la vida política: porque el presidente, muy consciente de que su mujer nunca quiso esa vida, no lo hacía.

A pesar de su inexperiencia, la primera dama identificó rápidamente los problemas. Un asesor asegura que desde el principio a ella le preocupaba que la Casa Blanca no estuviera presentando a la opinión pública un relato claro y convincente de las acciones del presidente. También reclamó a su propios asesores un papel más central en la labor de transmisión del mensaje de la Administración, y se quejó de que el Ala Oeste no se planteara cómo encajaba ella en el esquema general de su marido.

En concreto, quería ayudar a promover la reforma sanitaria en primavera de 2009. "Averiguad la forma de usarme de manera eficaz", solicitó a sus ayudantes. "Esta es mi prioridad". Pero los asesores del Ala Oeste, recordando el resentimiento que causó en la opinión pública la participación de Hillary Clinton en la reforma sanitaria cuando era primera dama, rechazaron mayoritariamente su oferta.

Emanuel, que había comentado a sus compañeros que sus batallas como miembro del gabinete con Clinton le habían enseñado a mantenerse alejado de las primeras damas, solía esquivar a Michelle. Se trató de restar importancia al asunto, pero la tensa relación entre las alas Este y Oeste acabó volviéndose lo bastante grave como para que el equipo de la primera dama celebrara una jornada de retiro en invierno de 2010 para abordar el problema. Valerie Jarrett, una de las principales asesoras del presidente, hizo las veces de emisaria y trató de suavizar las relaciones. Pero su incompatibilidad de papeles -además de tener su propia cartera en el Ala Oeste, Jarrett ejercía de defensora de Michelle Obama y era tan amiga de la pareja presidencial que hasta se iba de vacaciones con ellos- generó sus propias tensiones.

Aquel verano, a cambio de un voto esencial para aprobar una ley sobre energía, Emanuel, sin pedir permiso a la primera dama, prometió a Allen Boyd, miembro del Congreso por Florida, que Michelle participaría en un acto. Muy enfadada, asistió al acto, pero hizo constar su repulsa general negándose a comprometerse a hacer campaña para las elecciones legislativas. Y no dio su brazo a torcer durante casi un año, según algunos exasesores de las alas Este y Oeste. En lugar de eso, se centró en su propio programa.

Según dos de sus ayudantes, a Emanuel le parecía increíble que renunciara a hacer campaña: las elecciones ya se perfilaban como una posible escabechina para los demócratas, y la Casa Blanca iba a afrontarlas sin la popular esposa del presidente.

MANTENERSE AL MARGEN

Michelle Obama ha comentado a sus asesores que nunca ha querido ser la clase de primera dama que se entrometía en los asuntos del Ala Oeste. A veces se refería al asunto diciendo que se trataba del Gobierno de su marido, no del suyo. Le faltaban ganas y experiencia para los pormenores de la política, y tenía muy presente cómo a otras primeras damas -como Nancy Reagan y Clinton- las habían tachado de entrometidas, figuras no elegidas que ejercían un poder que no merecían.

Con todo, a medida que el Gobierno tropezaba con un obstáculo tras otro en 2010 -la victoria de Brown en Massachusetts, una reforma sanitaria aprobada por los pelos en el Congreso pero que seguía siendo impopular, el vertido de petróleo en el golfo de México y las elecciones legislativas-, Michelle estaba cada vez más preocupada.

Emanuel acabó, meses después, ocupando el despacho de alcalde de Chicago. Algo que ocurrió, en parte, gracias a sus fuertes vínculos con el presidente. Pese a ello, la relación con él se había vuelto tirante tras su primer año en el Gobierno. Aunque Obama dependía mucho de Emanuel, sobre todo a la hora de lidiar con el Congreso, comunicó a sus asesores su inquietud por la manera de dirigir y planificar de la que hacía gala su jefe de gabinete, así como sus exabruptos, a veces insultantes, contra los miembros del personal. Emanuel había comentado abiertamente que pensaba que la reforma sanitaria había sido una mala idea, y cuando sus opiniones empezaron a aparecer en los medios informativos, a principios de 2010, varios compañeros relatan que entró en el Despacho Oval y presentó su dimisión.

Esgrimió que "entendía que las historias eran una vergüenza y sentía que su obligación era presentarle su dimisión" al presidente, revela Axelrod. Obama se negó a aceptarla y, según recuerdan Axelrod y otros, le dijo a Emanuel que su castigo era quedarse y conseguir que se aprobara la reforma sanitaria (Emanuel no ha querido realizar comentarios sobre el asunto).

Según sus asesores, aquella primavera Michelle Obama también dejó claro que pensaba que su marido necesitaba un nuevo equipo.

Cuando el presidente decidió que tenía que pronunciar un discurso sublime sobre la reforma de las leyes de inmigración en junio de 2010, a pesar de que no había ninguna ley sobre el tapete y de que el esfuerzo podía perjudicar a los vulnerables demócratas, Emanuel puso objeciones. Los asesores redactaron un discurso que no era del gusto del presidente y este se pasó gran parte de la noche reescribiéndolo. Finalmente, el discurso tuvo una fría acogida. Dos asesores aseguran que Obama, irritado, pidió entonces a Jarrett que vigilara a otros altos cargos para asegurarse de que hacían lo que él quería.

Varios asesores del Ala Oeste explicaron que habían oído a través de terceros que Michelle estaba enfadada a causa del incidente. Más tarde, los mismos expresaron sus dudas al respecto: ¿estaba acaso el presidente usando a su esposa para transmitir lo que él pensaba?

En septiembre de 2010, después de un verano de luchas internas en toda el Ala Oeste, las cosas acabaron explotando. El día 16, a primera hora, mientras Robert Gibbs escaneaba unos recortes de prensa, una noticia le hizo parar en seco: según un nuevo libro publicado en Francia, Michelle Obama le había comentado a Carla Bruni-Sarkozy que vivir en la Casa Blanca era "un infierno".

Era un desastre en potencia, el equivalente del corte de pelo de 400 dólares, temió Gibbs: sucedía pocas semanas antes de las elecciones legislativas y justo después de unas vacaciones de la primera dama en España que le habían granjeado acusaciones de despilfarro.

Gibbs pidió a los asesores de Michelle Obama que averiguaran si había dicho algo que se le pareciera siquiera (la respuesta fue no) y luego contraatacó la historia durante horas, haciendo que tradujeran el libro y convenciendo al palacio del Elíseo para que emitiera un desmentido. Hacia mediodía, la potencial crisis se había evitado.

Pero en la reunión de personal de Emanuel a las 7.30 de la mañana siguiente, Jarrett anunció, según varias de las personas presentes, que la primera dama estaba preocupada por la reacción que la Casa Blanca había mostrado ante el libro. Todos los ojos se volvieron hacia Gibbs, que empezó a exaltarse.

"No entres en eso, Robert, no lo hagas", le advirtió Emanuel.

"Eso no vale, me he estado matando con esto, ¿a qué viene esto ahora?", gritó Gibbs, soltando improperios. Interrogó a Jarrett, cuya serenidad pareció irritarle todavía más. Los dos siguieron dale que te pego, Jarrett sin inmutarse, Gibbs temblando de rabia. Según varios miembros del personal, el secretario de comunicación acabó insultando a la primera dama -sus compañeros, asombrados, clavaron los ojos en la mesa- y se fue hecho una furia.

Gibbs reconoció su salida de tono, pero dijo que su enfado estaba mal encauzado. Acusó a Jarrett de haberse inventado la queja de la primera dama. Después del incidente del libro "dejé de tomarla en serio como asesora del presidente", explicó; "su punto de vista a la hora de asesorarle era que ella tiene que estar encima y el resto de la Casa Blanca tiene que estar debajo".

Jarrett ha declinado comentar el incidente; dos ayudantes del Ala Este aseguran que se expresó mal, y que Michelle Obama no había hecho esa crítica.

Hubo compañeros defendiendo las dos partes. Gibbs había dedicado muchos años a la causa de los Obama, alegaron algunos. Jarrett era digna de confianza, afirmaron otros, entre ellos Peter M. Rouse, otro de los asesores de alto rango. La violenta discusión puso de manifiesto no solo la división entre el equipo de Obama, antes unido, sino también lo complicado que se había vuelto el nexo entre la pareja presidencial y los miembros del personal de la Casa Blanca.

FORJAR UN NUEVO PAPEL

Por aquel entonces, la trayectoria de Michelle Obama en la Casa Blanca estaba cambiando. Empezaba a dominar y redefinir sutilmente el papel que antes le había parecido amorfo, y empezaba a aclimatarse mejor a su nueva vida.

A veces, su trabajo parecía una respuesta, en miniatura, a lo que iba mal en la Presidencia. Si la reforma sanitaria de su marido era impopular y corría el riesgo de ser revocada, ella se metía de lleno en su campaña particular sobre la nutrición y el ejercicio, que tenía objetivos finales similares: mejorar la salud y reducir los costes. Si su marido no conectaba con el público, ella se lo ganaba con discursos vibrantes y empuje.

Su popularidad, combinada con la erosión del apoyo a su marido, le dio más influencia interna de la que tuvo en el arranque de la legislatura. Un cambio de posición que quedó reflejado en una reunión en el Despacho Oval unas semanas antes de las elecciones legislativas.

Se celebró en territorio del presidente, pero el motivo era tranquilizar a la primera dama, que por fin había accedido a hacer campaña para las legislativas. Uno a uno, revelan varios de los participantes, los miembros del equipo político fueron desfilando ante los Obama, exponiendo argumentos, detalles y estadísticas de cómo la primera dama podía ayudar a captar votos. Y analizando los sondeos que demostraban que al electorado demócrata le encantaba verlos juntos.

"Una presentación magnífica", dijo el presidente con una sonrisa de las de a-mí-nunca-me-tratan-así. Los asesores estaban haciendo ahora las cosas a la manera que le gustaba a sus esposa, con planificación y precisión.

Sin embargo, Michelle Obama solo accedió a participar en ocho actos de campaña, muchos menos de los que el equipo político quería. "Básicamente accedió a no hacer nada", sentencia un asesor.

Ahora que su marido se enfrenta a una dura lucha por la reelección, las cosas han cambiado: la primera dama ha comunicado a sus asesores que va a ir a por todas.

Puede que en ocasiones Michelle Obama haya sido una detractora interna, pero también es la defensora más acérrima de su marido. Aunque sigue evitando entrar en detalles al hablar de política o estrategia, ahora tiene el papel que persiguió, el de amplificar el mensaje del presidente. Ha hablado junto a él en Fort Bragg, Carolina del Norte, sobre el final de la guerra de Irak, poniendo el foco en su propia iniciativa de contratar excombatientes para defender las leyes laborales atascadas de su marido, y hasta ha compartido su discurso semanal por radio. "A mí me parece que está más contenta de lo que la he visto nunca a lo largo de este proceso, desde que él se presentó como candidato a presidente, lo cual es muy bueno", comenta Axelrod.

Cuanto más empeoraban las cosas para su marido en 2011, más a su lado estaba ella, manteniéndole a flote personal y políticamente. En agosto, después de que las negociaciones sobre el techo de la deuda en Washington alcanzaran su dolorosa conclusión, dio una fiesta para celebrar el 50º cumpleaños del presidente. Michelle pidió a los invitados que no se marcharan pronto y pronunció un brindis enaltecedor en elogio de su marido.

Cuando empezó a oscurecer, los 150 invitados -amigos, famosos y funcionarios- estaban sentados en el césped sur escuchando a la primera dama relatar su percepción de Barack Obama: un líder incansable y honrado que se ha sobrepuesto a los juegos de Washington, que ha matado al terrorista más buscado del mundo y que aun así se las ingenia para entrenar al equipo de baloncesto de su hija Sasha. Según relatan varios invitados, el presidente, que parecía azorado, intentó interrumpirla, pero ella le instó a que se sentara y escuchara.

También le dio las gracias por haber aguantado lo dura que había sido con él. Al llegar a esa frase, algunos asesores intercambiaron miradas de reconocimiento.

Este artículo es una adaptación de 'The Obamas', un libro de Jodi Kantor publicado por Little, Brown & Company. © 2012 New York Times News Service. Traducción de Paloma Cebrián para News Clips.

EL ENFADO DE MICHELLE

La primera dama concedió el pasado miércoles una entrevista al canal CBS para rechazar la imagen que de ella da el libro de la periodista de 'The New York Times' Jodi Kantor 'The Obamas' (del que este reportaje es una adaptación): "Es lo que la gente ha tratado de pintar de mí desde el día en que Barack anunció su candidatura: que soy una mujer negra enfadada".

Aseguró mantener una relación cordial con el ex jefe de gabinete de su marido Rahm Emanuel, ahora alcalde de Chicago: "Nunca hemos tenido una palabra de más. Es un tipo divertido", y puntualizó que no tiene "conversaciones con el personal de mi marido". Y subrayó: "No voy a las reuniones". En la fotografía superior, la pareja presidencial homenajeando a Emanuel (a la derecha) en su despedida oficial de la Casa Blanca el 1 de octubre de 2010.

Sobre sus diferencias con el exsecretario de comunicación Robert Gibbs (en la imagen inferior), añadió: "Podríamos mirar día por día y encontrar cosas que desearíamos no haber dicho. Las personas tropiezan y cometen errores todos los días". / pete souza

Contra la obesidad infantil

Es tradición en todas las presidencias que la primera dama asuma una causa social en la que centrar sus esfuerzos. Nancy Reagan lo hizo con la lucha contra la drogadicción. Laura Bush fomentó la lectura. Michelle Obama combate la obesidad infantil. "No es solo una crisis sanitaria. Es una crisis económica. Nos gastamos 150.000 millones de dólares al año en tratar enfermedades relacionadas con la obesidad", ha declarado la primera dama.

Los Obama en la intimidad

En un encuentro con periodistas digitales, Michelle Obama habló de la vida de sus dos hijas, Sasha, de 13 años, y Malia, de 10, en la Casa Blanca. Según relató, la primera dama advirtió a su personal que las niñas no deben ser tratadas como "princesitas" y explicó que Malia hace su colada y limpia su propia habitación. "Luchamos por la normalidad", aseguró. Salir de la ciudad es una prioridad en ese sentido. "Las vacaciones son importantes, lejos de los fotógrafos". No les permite usar Facebook y es muy estricta con la televisión, de una a dos horas al día es el límite que recomienda la Academia Americana de Pediatras y el que impone Michelle a sus hijas. Tampoco permite móviles, iPad ni otros aparatos electrónicos durante las comidas, muy particularmente a su marido.

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