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NECROLÓGICAS

Evaristo Acevedo, humorista

Fui hace mil años al teatro Alfil para ver una obra de Evaristo Acevedo: "Pero ¿qué desean ustedes?", preguntó, atónita, la taquillera. Nadie había comprado nunca una sola entrada. "¿Es que no ha gustado?", pregunté muy tontamente, por decir algo. "Si no lo sabemos: no vinieron ni al estreno". Llamó al empresario, que entonces era el divertido Antonio Olano, que bajó a atendernos; se había unido a nosotros Lilí Muratti, que tenía un vale. "No íbamos a hacer la obra, pero ahora... Voy a hablar con la compañía". Nos dejó en el Palentino -un café histórico del barrio pintoresco; mil años antes de hace mil años íbamos por allí los de Informaciones, cuyo edificio es ahora el consulting de Andersen- Volvió desolado: "No la hacen. Y menos para ti". Mala fama, notablemente injusta. Me ha pasado en otros teatros: en la perdida sala Cadarso, en la San Pol, que ahora es para niños: algunas veces no había más espectador que yo, qué desgracia. Evaristo Acevedo, muerto ahora a los 81 años, no ha tenido nunca demasiada suerte. Le he conocido toda la vida: hemos colaborado juntos en algún semanario de humor -Cu-cu: ¿qué escribía yo entonces?-, hemos estado en Informaciones. Hicimos una tertulia entre los dos, luego muy numerosa, en el inolvidable café Europeo -en una mesa, bajo la escalera de caracol, Cansinos-Assens y los suyos: a veces botaba sobre el mármol de su mesa una bola de billar, que caía de arriba. Fue allí donde filmó la película tomada de la gran novela de Cela La colmena, con un cuarteto de señoritas tocando género chico. A Evaristo Acevedo le daba igual, porque no oía nada: no sé por qué los humoristas suelen ser bastante sordos. Su carita redonda, sus gafas de culo de vaso, su mano haciendo de trompetilla en el oído, convertía en frase de humor todo lo que malentendía o malveía. Iba publicando sus libros, sus artículos, dando charlas de radio: vivía, como todos, a salto de mata, pero él tenía ya una cierta fama, algunos lectores fijos, admiradores. Era una época en que todavía había escritores de humor, solamente de humor: desde los maestros Jardiel y Wenceslao hasta estos aprendices, uno de los cuales conmovió, por fin, las prensas: Álvaro de Laiglesia. Pero a los del café Europeo no nos gustó nunca.El mejor momento de este escritor fue el de La Codorniz. En la primera época, con Tono y Mihura, que acunaron a Álvaro -en sus memorias, Mihura dice que a Alvaro le enseñó todo "menos a ser desagradecido"-; sobre todo en la segunda época, con La cárcel de papel, a la que se añadió luego La comisaría de papel para faltas menores. Encerraba en aquellos calabozos a los escritores, sin respeto de edad o condición, que cometían lo que entonces se llamaba "un gazapo" (este término ha ido desapareciendo ahora, precisamente por su mayor abundancia), y ello prueba su buen conocimiento del idioma.

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