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Columna
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Andalucía y la cultura

El Centro Andaluz de las Letras ha organizado esta semana unas jornadas sobre el patrimonio cultural de Andalucía en el siglo XX. A nuestra comunidad le conviene romper con los tópicos, cortar esa inercia que hace de Andalucía una tierra generadora de noticias folclóricas. Le conviene, en primer lugar, porque esa imagen no es cierta. Bajo las lecturas tópicas que vienen de fuera, las autocomplacencias internas, las versiones mediáticas del Sur y la mala publicidad turística, resulta complicado que despunte una imagen de Andalucía que hoy tiene que ver con hospitales y tecnologías médicas de primera calidad, con investigaciones universitarias muy serias sobre el sistema económico en crisis o el derecho penal, con la madurez cívica de un elaborado derecho a la muerte digna y con la importancia de un Estatuto que, si llega a aplicarse bien, supondrá una apuesta jurídica muy seria en las políticas más avanzadas sobre medio ambiente, vivienda, integración y defensa de los espacios y los amparos públicos.

Uno está acostumbrado a leer en los periódicos noticias sobre la modernidad de muchos descubrimientos o adelantos conseguidos en otras comunidades. Uno está acostumbrado a recordar que ese adelanto se produjo en Andalucía unos años atrás, pero en el más absoluto silencio nacional, porque los medios apenas encuentran un hueco para hablar de ciencia o derechos civiles entre tanto ruido de fiestas, romerías, procesiones y chistes regionales.

Para defender la modernidad andaluza, con su ciencia, su tecnología y sus avances cívicos, ningún argumento es más útil que la fuerza de su cultura literaria. Esta semana, en la Residencia de Estudiantes de Madrid, al hablar del Patrimonio Cultural de Andalucía, se ha evocado la significación de personalidades como las de Giner de los Ríos, Jiménez Fraud, Juan Ramón Jiménez, Machado, Moreno Villa, García Lorca, Alberti, Cernuda, María Zambrano, García Baena o Caballero Bonald. Todos ellos, desde perspectivas distintas, necesitaron luchar contra el tópico a la hora de hablar con orgullo de su origen andaluz.

Se ha tratado de una lucha en defensa propia, porque la realidad española es paradójica en lo que se refiere a Andalucía. La dictadura franquista radicalizó un proceso que venía incubándose desde el desarrollo industrial del siglo XIX: oficializar como cultura española típica un andalucismo de charanga y pandereta al mismo tiempo que se le pasaba a Andalucía una factura económica y social muy cruel. O por decirlo desde otra perspectiva, el capitalismo industrial del Norte se inventó la explotación de su propia cultura nacional, desplazada por los trajes de gitana y los tablados, para imponer su explotación económica sobre el Sur. Por eso los trenes hacia el Norte se llenaron a la vez de folclore tópico y de emigrantes andaluces.

La cultura andaluza ha necesitado, en defensa propia, identificar el orgullo de su posible identidad con la lucha contra el tópico. Cuando se convoca a una mesa sobre el patrimonio cultural andaluz, nadie puede esperar que se hable del traje regional y la comida típica, sino de la Institución Libre de Enseñanza, el deseo de transformar la sociedad a través de la educación y los laboratorios, las relaciones metafóricas de la tradición y la vanguardia o la necesidad de distinguir entre una juerga de señoritos y un deseo vital de aprovechar las posibilidades más humanas de la vida. Poema del cante jondo, por supuesto que sí, pero ya en 1922 Federico García Lorca y Manuel de Falla, y en 1956 José Manuel Caballero Bonald con su libro Anteo, quisieron distinguir entre el arte de las emociones más universales y el costumbrismo superficial y paralizador. El Sur lo sabe, y medita sobre sus formas de evocar el pasado y sus formas de progresar.

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