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Columna
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Autoridad

He heredado de Heidegger, que pertenecía a mi mismo gremio, la manía algo boba y ciertamente inútil de mirar las palabras por dentro hasta encontrarles las marcas de fábrica, para saber de dónde vienen: su etimología, vamos. Heidegger decía que en el interior de todo vocablo, como en una gota de ámbar o un pisapapeles bajo cuyo cristal nieva sin cesar, ha quedado congelada una experiencia originaria, única, que a menudo el uso cotidiano del idioma tiende a empañar; por eso, para saber lo que quiere decir realmente, hemos de acudir antes al cepillo y la espátula que al glosario. Tomo la palabra autoridad, que últimamente anda muy viajera por las bocas de los gerifaltes que se dedican a gestionar la educación pública (o eso dicen), la coloco encima del tapete y examino sus partes. Encuentro que procede (pone el código de barras) del latín auctoritas, que era una cosa rara que practicaban los romanos y que sólo de lejos se asemeja a su homófono castellano. Los especialistas en Derecho Romano enseñan que en la provecta urbe que en su día fue ombligo del mundo existían varios tipos de poder, o de legitimidad, o de fuerza. Una, la más obvia, era la potestas, que dependía de la espada, el bofetón y el tentetieso: se trataba de la capacidad de impartir órdenes amparándose en la amenaza de que, de no verse cumplidas, la persona intimada podía comprometer su integridad y el estado de sus huesos. Luego estaba la auctoritas, un tipo de poder mucho más resbaladizo cuyo mayor ejemplo, en la era republicana, fue el Senado. La auctoritas capacitaba a alguien (persona física o corporativa) para ejercer el mando no bajo el imperativo de la violencia, sino del juicio: aquel individuo, o entidad, cuyos conocimientos, experiencias y sagacidad (adquiridos a través de un arduo estudio de los libros o de la vida, que también da lecciones) convirtieran sus consejos en algo a ser tomado muy en cuenta. Ninguna vara ni ningún capón obligaban a obedecer la auctoritas: bastaba con el sano (ay) sentido común.

La consejera de Educación, Mar Moreno, renuncia a conceder poder coercitivo al docente de nuestros colegios estatales y le deja con el poder de siempre, el de dictar sus clases de pie o sentado, o de elegir el color de la tiza con que escribir sobre el encerado. Por usar su jerga, reconoce su "autoridad magistral y académica", pero le niega la "autoridad pública"; por usar la de Cicerón, le concede la auctoritas aunque no la potestas. La decepción ha cundido en los espacios que rodean las aulas. Sé que muchos maestros soñaban con el cambio de tornas y que ya se veían manejando la espada corta con que Bruto descabelló a César, pero a mí, que también me dedico a romanizar jóvenes mentes, no me resulta tan doloso. El camino de la regeneración educativa pasa, creo yo, no por militarizar la escuela sino por humanizarla, entendiendo este último concepto en el sentido que podrían haberle dado precisamente Cicerón y Quintiliano, entre muchos otros próceres: por rescatar el valor de los studia humanitatis, los saberes que convertían al hombre en humano y lo alejaban de las fieras, del garrote y la caverna; por recuperar el significado de autoridad en toda su plenitud y hacer comprender a quien estudia que el profesor puede imponer su criterio no porque sea más fuerte o grite más alto, sino porque su conocimiento y su experiencia lo hacen valer más (porque magister, que es maestro en latín, viene de magis, que significa más). Javier Arenas y sus acólitos del PP, viendo un banco de votos la mar de suculentos debajo de las aguas, ha entrado en el río revuelto prometiendo al gremio bastones y espuelas que le consolarían de las muchas humillaciones padecidas; pero no nos equivoquemos: pues como dijo un romano, frágil es la posición de quien canjea el lugar del mérito por el del miedo.

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