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Columna
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Basura

Un viejo topicazo de sobremesa asegura que un hombre es lo que come. Pero más correcto sería cambiar de orificio y afirmar lo opuesto: que cada cual consiste en lo que defeca. En un meritorio ensayo de 1973 titulado La negación de la muerte, el psicólogo y filósofo Ernst Becker hacía residir la entera condición humana en ese punto estratégico sobre el que se erige la industria del papel higiénico. Literalmente, Becker define al ser humano como un dios que caga, de donde su patética condición doble: a la vez que aspira a las alturas más cristalinas de la religión o el arte, emite feas cosas pardas que espantan a las visitas; al tiempo que escala cumbres del tamaño de la Divina comedia o la Misa en si menor, ciega letrinas con una materia nauseabunda para la que la buena educación jamás encuentra asiento apropiado. La tragedia del hombre, según Becker, consiste en la inevitabilidad del desecho: en que es una criatura que se pudre, que se gasta, que produce desperdicios, que es sucia, baja y basta. El hombre querría vivir en el museo, pero su patria son los establos: las estatuas no expulsan, el ganado sí. Por tanto, si el ámbito central de la humanidad, aquel donde cabe su máximo sentido y proyección, es el retrete, justo parece concluir que lo que dejamos tras de nosotros, en cualquiera de sus formas, nos resume mejor que ningún otro aparato, material o de índole distinta. Digo: que el hombre es basura. Que en nuestras deposiciones o en nuestro cubo de detritos se encuentra ya compendiado, bajo formas miserables de la química, todo lo que pretendemos, y soñamos, y descartamos, y damos por supuesto. Que es nuestra bolsa de basura, y no el laberinto de la huella digital ni la hélice de ADN, la que nos hace irreemplazables y únicos como un billete de 500 euros. Algo que ya saben, me parece, los detectives de Lipasam, la empresa de limpieza pública de Sevilla.

Porque Lipasam amenaza en las fiestas venideras con una campaña masiva de registro de basuras. La ley, que se complace en manos de póquer más o menos sorpresivas, establece que todo desperdicio abandonado en la calle se convierte automáticamente en propiedad municipal: y que los funcionarios públicos pueden registrar, diseccionar, someter a análisis esa propiedad sin que sus escalpelos incurran en el menor atentado contra la moral pública. Así que, según sucedió ya en el pasado (una señora de allende el río recibió una multa paralizante por colocar sus sobras donde no conviene), Lipasam va a enviar a sus investigadores a radiografiar las basuras en busca de delitos. Dicen que sólo les interesan las bolsas mal cerradas, el estacionamiento indebido y las negligencias, así, en abstracto, pero cualquiera se fía. Entiendo que nadie pueda vivir tranquilo sabiendo que pueden serle arrojado a la cara, en calidad de prueba de cargo, el test de embarazo indeseado, los añicos que componen una fotografía rasgada o la carta de amor, también hecha trizas, que jamás debió ser escrita. Ahora todas esas preocupantes intimidades van a andar en manos de una serie de oficinistas que, visto la que está cayendo, podrían intentar sacar tajada y engrosar las arcas de nuestros exhaustos Ayuntamientos por el método más expeditivo. Lo dicho: hay poco que hacer porque nuestros desechos nos delatan a la perfección. No nos define lo que contenemos, sino lo que nos sobra: el fragmento de cartulina sobre el que la tijera traza el perfil del rostro, el resto de retal que sobrevive a la falda y el pantalón. El Ayuntamiento de Sevilla habrá pensado: dime qué te sobra y te diré de lo que careces. Definitivamente, el estiércol constituye el recurso más eficaz para garantizar la belleza de un jardín. O, ya puestos, de una corporación pública.

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