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Columna
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Candados

De los sentimientos incómodos, el peor sin ningún género de dudas es el amor. La envidia puede verdecer la piel e impulsarnos a la maledicencia, pero como se trata de una costumbre nacional suele pasar desapercibida; la soberbia resulta aparatosa y de mal gusto, hasta que choca contra otra soberbia más gorda que la convierte en humildad de convento; en cuanto a la avaricia, es de buen tino condenarla siempre que se olvide a la vez que toda prosperidad y éxito bursátil se sustentan en sus consejos. Pero contra el amor no se puede nada, porque tiene de su lado, encima, la literatura y las encíclicas. Amar a alguien, adorarlo, entusiasmarse con su existencia, considerarlo patológicamente el vértice el universo, no sólo no merece la reprobación del prójimo ni la acción disuasoria de los poderes públicos, sino que es considerado de modo unánime un sentimiento amable y de probadas virtudes salutíferas. Aun cuando, según los propios moralistas nos recuerdan, el enamoramiento se asemeja más a una enfermedad que cualquier otro de los estados de ánimo y sus crisis puedan conducir a quienes lo padecen a verdaderos estados de quebranto, malestar general o ridículo puro y simple. Sobre los dos primeros baste consultar a Robert Burton, que en la tercera parte, sección segunda, miembro tercero de uno de mis libros favoritos, Anatomy of melancholy, dictamina que el amor desenfrenado puede obligar al incauto a rondar cementerios en la noche, así como a locuras extremas como el baile de San Vito, la hidrofobia y la licantropía. En cuanto al ridículo, creo que cualquiera de nosotros atesora recuerdos de adolescencia alrededor de los cuales lo más piadoso parece no remover polvo: la vergüenza se dispara al infinito cuando la memoria recala en aquellos versos, y aquellos suspiros, y aquellas esperas bajo la lluvia, cartas, insomnios, nombres trazados con el dedo sobre el vaho del espejo que constituyen mercancía obligatoria de nuestras pasiones más tempranas. El amor es un tipo de estupidez del que, igual que todos, alguien termina por sacar beneficios; en este caso, los fabricantes de bombones y las compañías de teléfono.

Pero no son sólo beneficios lo que siempre toca. Recientemente, el amor ha desatado en Sevilla una curiosa epidemia que está comenzando a incomodar a los vecinos de las inmediaciones del famoso puente de Triana, o a los viandantes en general. Está convirtiéndose en imposible encadenar una bicicleta al pretil del puente, posar una mano sobre él o asomarse por encima de sus hierros a contemplar la corriente, porque está literalmente lleno de candados. Con el fin de mostrar al mundo que su amor está a mejor recaudo que un cobertizo o las muñecas de un delincuente, los enamorados estarcen sus nombres a ambos lados del candado y lo dejan colgado allí, no sé si luego de haber arrojado la llave al río para que el Ayuntamiento no se interponga en su futura felicidad. No es la primera vez que la estupidez erótica, eso que más de un obtuso llamará romanticismo, interfiere en el mobiliario urbano y nos hace sentir a la par irritación y vergüenza ajena. Hasta que se decidieron a borrarla no sé si con motivo de la inauguración del metro, en varios de los puentes que vadean la circunvalación de la capital se repetía, en mayúsculas marcadas a brochazos, una misma y clamorosa noticia: Te quiero Alba. Nunca he llegado a conocer a Alba, pero mucho ha debido quererla ese tarambana que se ha arriesgado a convertirse en papilla contra varias curvas de la autopista por informar de su pasión a sus conciudadanos: esos de cuyos impuestos ha salido el dinero necesario para limpiar sus ripios. En cuanto a lo que van a costarnos los amoríos del puente de Triana en cortafríos y tenazas, prefiero ni pensarlo. Un último consejo: guardad la llave, que nunca se sabe.

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