Cataluña, desde Andalucía
Lo sé. Hablar a favor de Cataluña está mal visto. En esa corriente profunda que nos arrastra se ha fraguado la idea de que las autonomías, y especialmente la de Cataluña, son un dispendio, un error o una amenaza. En el fango donde se depositan los viejos prejuicios crecen incluso nuevas formaciones políticas que visten de rosa el viejo sueño centralista. Incluso la mayoría que no comparte esta visión se limita a murmurar un tímido "no es eso, no es eso", a la manera en que Galileo acallaba su honradez científica ante el Tribunal de la Inquisición.
No hay nada más útil a la manipulación política que encontrar un enemigo, un territorio o un colectivo donde depositar nuestras responsabilidades y nuestros fracasos. El anticatalanismo se disfraza en Madrid de temor por la unidad de España y en Andalucía, de agravio comparativo.
Más de 100 artículos de los estatutos catalán y andaluz son prácticamente iguales. Nadie, sin embargo, ha dado explicaciones de la hipocresía que les permitió recurrir el Estatuto de Cataluña y votar idéntico texto en el caso de Andalucía. El PP recurrió al Tribunal Constitucional 126 disposiciones, de las cuales había votado afirmativamente 42 en el Estatuto andaluz. Por su parte, el Defensor del Pueblo estatal -tan ausente de los problemas sociales- presentó recurso, entre otros, al capítulo de derechos, con la esperpéntica interpretación de que "incluir un extenso listado de derechos y deberes" tenía la torva intención de "convertirlo en una Constitución bis". Durante la tramitación del Estatuto andaluz lo vimos por los pasillos del Congreso, huyendo a toda prisa de las periodistas andaluzas que le preguntaban si iba a recurrir también el capítulo de derechos sociales del Estatuto de Andalucía, que es más amplio que el catalán -tanto en su extensión como en su aplicación y garantías- y, por tanto, más inconstitucional.
Y es que lo que parece lógico, legítimo para otras comunidades resulta peligroso y escandaloso cuando se trata de Cataluña. Sin duda contribuyen a ello algunos nacionalismos integristas, ajenos a la solidaridad e instalados en el victimismo, pero en ningún caso todo un pueblo. No me hubiera alarmado que el Tribunal Constitucional estuviera sopesando la constitucionalidad o aplicabilidad de alguno de los artículos financieros del Estatuto catalán pero, al parecer, su debate versa sobre la identidad, símbolos y lengua.
¿A quién ofende el sentimiento de un pueblo? ¿Qué nos resta a los andaluces, y en general a los españoles, la definición de Cataluña como una nación? Peor todavía, ¿a quién ofende esa lengua hermosa, antigua y literaria, conservada y alimentada con primor durante siglos? Yo he visto llorar a una compañera en la Laboral de Zaragoza porque no la dejaban hablar catalán con su familia. Ahora lo llaman diglosia, antes persecución en estado puro. La enseñanza del inglés y de la lengua extranjera es obligatoria y a nadie se le ocurre hacer objeción de conciencia, pero se discute el aprendizaje del catalán como si se tratara de una lengua inventada por la Generalitat y no tuviera tantos siglos como el castellano, y una trayectoria literaria anterior y emocionante.
Las disposiciones sociales de la Constitución -el derecho a la vivienda, al trabajo, a la distribución equitativa de la renta...- se han convertido en papel mojado al considerarse derechos no exigibles. En este caso no se alertó de la peligrosa disolución del Estado social. Ahora, sin embargo, se agita el fantasma de la unidad de España, construida al parecer de una materia altamente soluble.
Alguien dijo que el Estatuto catalán era más que un estatuto. Y puede ser cierto. Será la medida de la flexibilidad de una Constitución, difícilmente consensuada y en cuya clave de bóveda las palabras democracia, libertad y autonomía se escribían juntas.
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