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Columna
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Cine

En mi ciudad, igual que en todas, existen rincones anodinos, aceras y fachadas de lo más corriente frente a las que paseo desde chico sin concederles más importancia que la que se da al rumor de fondo del tráfico o los viandantes que se refugian en los portales. Son trozos de rutina que uno se va habituando a encontrar continuamente ahí, en el mismo puesto, y que declaran con su pobre presencia de hormigón y yeso la monotonía de una vida que se pliega una y otra vez a los mismos recorridos, el que conduce cada mañana de casa a la panadería o de la parada de autobús a la puerta de la oficina, el que lleva cada domingo, con el niño de la mano, del aparcamiento al tobogán y el velador de la cafetería. Pero de repente, del modo más insospechado, esos paisajes se transfiguran y se convierten en otra cosa: pasan de ser satélites en una barriada de una ciudad de provincias a capitales exóticas. A menudo, yo me refugiaba en un cine o la tele para olvidar esas calles polvorientas que comenzaban más allá de mi vestíbulo, y durante dos horas disfrutaba de vivencias imposibles en parajes situados más allá de los catálogos de las agencias, donde héroes intachables y mujeres de melena de oro corrían peripecias muy alejadas del gris tedio que consumía a mis padres. Hasta que, de repente, choqué con esas mismas calles en el urbanismo de mis sueños. Fue así: sin previo aviso, Simbad y el monarca oriental que le cobija pasean por el palacio real y se encuentran en el Alcázar, en un patio que yo solía visitar con papá en los aburridos domingos; de improviso, un ejército colonial cañonea a un tropel de musulmanes insurgentes frente al Pabellón Mudéjar, ahí donde yo había dado de comer a las palomas entre bostezos; por las buenas, un oficial británico regresa a El Cairo a rendir cuentas al alto mando y se mete en la Plaza de España, rozando los azulejos sobre los que yo jugaba a subirme. Tanto tiempo sin saberlo: resultaba que ahora yo vivía en esa misma ciudad imposible que habían visitado mis fantasías, y que con sólo girar un poco el teleobjetivo de mi imaginación podía hallarme en cualquier parte del mundo, preferentemente épica y poblada de zocos y puñales.

Los sueños son costosos. Para alcanzar un sueño, nuestro cuerpo entero debe declararse derrotado y yacer, inerte, sin apercibirse de cuanto sucede alrededor, hundido en la inconsciencia. Los sueños del cine no lo son menos: para conducirnos a esos espacios que no existen, la gran máquina ha de engullir una ciudad cualquiera, por ejemplo la mía, apropiarse de ella, masticarla, ensalivarla, digerirla y luego expulsarla convertida en un lugar maravilloso, la misma ciudad pero otra distinta, o una ciudad alternativa que fue borrada siglos atrás en la India o Egipto. El otro día comprobé por mí mismo cuánto cuesta fabricar estos sueños, y qué molestos resultan a quienes presencian su génesis. Andaba con mi mujer y mi hijo frente a la catedral cuando una valla tajante nos impidió el paso; cualquier trayecto que quisiéramos improvisar se hallaba prohibido, porque estaban rodando una película y una reata de automóviles ruidosos se había apropiado del centro. A mí no me importó, a diferencia de los comerciantes, de los usuarios del tranvía, de los jubilados que tan mal toleran que les cambien la medicación y los itinerarios; es más, con un poco de emoción y de vergüenza quise asomarme por las esquinas a ver si veía algo. Allí, a lo lejos, entre focos, cables y tipos con uniforme, motocicletas hacían acrobacias. Pero no eran más que eso, vulgares saltimbanquis en los rincones de siempre, sobre las cornisas de siempre desde las que se asomaban las mismas ventanas de siempre. Habrá que esperar a que termine el rodaje y llegue a las salas para descubrir qué hay en el centro de Sevilla y en qué lugar estrambótico vivimos en realidad.

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