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Columna
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Colectivos

Anduve en la procesión del Orgullo Gay, la primera que se celebra, si mis datos no yerran, en la capital de la Giralda. No puedo decir que lo pasara mal, entre la tormenta de tambores, las banderas que improvisaban arcoiris sobre las esquinas y el buen rollo obligatorio donde se confundían porros, besos y cerveza, pero debo decir que me gustó y no me gustó. Comenzaré por los pros: el primero y principal, la normalización de un colectivo en una región, la nuestra, donde ha sido especialmente maltratado por tradición secular. La imagen del homosexual puede haber derivado de la peineta hacia el tatuaje en otras ciudades del norte donde el aire es más diáfano y el futuro no se limita a desplazarse de puntillas: en Andalucía, en esa Andalucía nuclear e insobornable que convierte a Canal Sur en la televisión más concurrida, el mariquita sigue despertando, en el mejor de los casos, la carcajada ajena, cuando no la obligación de retirarse a esas cunetas de la sociedad donde residen el cuplé y la mantilla. Parece apropiado y deseable, por tanto, que nuestros convecinos comiencen a ver al homosexual como algo más que una colección de clichés suministrados por la peor cinematografía franquista, la de los sábados por la tarde. Del lado de los inconvenientes, reparo en que la Fiesta del Orgullo Gay, aparte de suponer una excusa espléndida para que todos los amantes de lo libertario nos demos un baño de multitudes, tiende, igual que todos los orgullos y todos los días que celebran grupos, razas o colores en detrimento del resto, antes al aislamiento que a la asimilación. Lo idóneo sería que no existiera santoral para gays, ni para mujeres trabajadoras, ni para niños hambrientos ni frikis ni nada en particular, que ese tipo de actividades resultara algo tan trivial y doméstico que nadie tuviera que señalarlas con un rotulador rojo en el calendario. Pero como eso no sucede, hay que concederles un número de serie.

Por lo común existe una tendencia entre los colectivos minoritarios, ya sean por razón de sexo, de raza, de idioma o ideología, que mueve a la incertidumbre a quienes los contemplan desde fuera. Claman por integrarse, exigen un puesto en el organigrama social equivalente al de cualquier contribuyente sin una muesca que lo individualice, y a la vez rehúyen al gran rebaño de los otros, se aovillan, se enclaustran en ellos mismos, crean una liturgia de ritos, gestos, palabras y normas del que el resto del universo queda excluido, como para evitar una contaminación que podría disolver su identidad en un ácido. En general, considero que la identidad está sobrevalorada y que nada existe tan terapéutico como tomarse unas regulares vacaciones de uno mismo, pero la cuestión aquí tampoco es esa. Como todavía pertenezco a ese gremio obsoleto de los ilustrados, insisto en creer que las personas somos todas iguales y que lo que nos convierte en humanos rebasa la estrecha compartimentación de credos, pigmentos y órganos genitales: me niego a aceptar que el hecho de poseer unas hormonas en lugar de otras o de habitar el trópico en vez del casquete polar imponga una visión única, una concepción exclusiva de las cosas que el resto de la especie no pueda compartir y que convierta sus conceptos en intransferibles. Me sobran las agencias de viajes gays, los peinados feministas, la furia española, el RH vasco, los negros que nacen con el ritmo en la sangre. Los defensores de la diferencia me replicarán que mi camino conduce al integrismo, y yo les respondo a ellos que lo que nos vuelve contiguos es mucho más poderoso que lo otro que nos separa: todos respiramos, y comemos, y deseamos, y tratamos de dormir, y soñamos y morimos. En esos momentos cruciales importan poco los signos: quizá para entenderse la humanidad debería procurar comunicarse desde sus cuartos de baño.

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