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Columna
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Copias

Supongo que la gran mayoría de quienes me leen habrán tenido oportunidad de saber de cierta normativa que ha estado a punto de ser aprobada por la Universidad de Sevilla, según la cual el hecho de copiar durante la realización de un examen dejaría de merecer la sanción de la autoridad académica. Si hasta ahora el alumno que era sorprendido en uso flagrante de material inapropiado durante el transcurso de la prueba recibía la condena de la expulsión de la sala y la humillación del suspenso, parece aproximarse un giro decisivo en que los sentimientos de las pobres personas heridas por tan inhumano trato serán tenidos en consideración. En primer lugar, todo alumno tendrá derecho a concluir su examen; por tanto, el profesor o quien le haya descubierto duplicando la frase de un libro o de un legajo de apuntes no está autorizado a retirarle el lápiz ni a mandarle a purgar su vergüenza bajo la lluvia, porque ya no hay vergüenza. El alumno terminará su examen y luego competerá a una comisión, integrada por el profesor y varios miembros de la clase, evaluar si el sujeto ha copiado realmente los párrafos de que se le acusa o si, por el contrario, son resultado de algún meandro de la memoria o de la ciencia infusa. En caso de que se encuentren indicios de culpabilidad, habrá que presentar prueba material del delito: es decir, demostrar de modo irrefragable y sin lugar a segundas que el sujeto copió y que la información estampada en el examen no fue obtenida por otros cauces. Sólo así merecerá el delincuente el castigo que le corresponde. Que es repetir el examen, creo, pero ahora sin atril en el que inspirarse.

El primer hecho llamativo que salta a la vista en esta retahíla de despropósitos es la benevolencia con que se trata la muy denostada práctica de la copia: a Ramoncín no le van a gustar un pelo. Pero será sólo una parte mínima, una piedrecita insignificante dentro del alud de consecuencias y desmanes que puede generar. Afirmar que el alumno tiene derecho a finalizar un examen en el que se le ha sorprendido copiando, haciendo trampas, evidenciando a las claras al profesor y al resto de compañeros que ha faltado a las reglas de la deportividad, equivale, ajustando las escalas, a permitir que el ladrón termine de robar antes de ser arrestado o a que el asesino redondee su degüello. A ver: un examen es una prueba oficial en la cual trata de determinarse si el alumno ha asimilado una serie de conocimientos y aptitudes que habrá tenido obligación de ir practicando y desarrollando a lo largo de todo el curso, o de parte de él. El hecho de servirse de material ajeno a sus propios recursos (libros, notas, susurros, mensajes en morse, lo que sea) está ya revelando meridianamente que el individuo en cuestión no se halla capacitado para superar la prueba que se le plantea. Por idiota que me sienta señalando cosas tan obvias, copiar en un examen merece castigo, y severo, al menos por dos razones: una, porque el que copia reconoce tácitamente que no sabe qué contestar y necesita que contesten por él; y dos, porque el que copia trata desconsideradamente tanto a sus compañeros, que no copian, como al profesor, que es quien ha impuesto las normas. Este nuevo varapalo a la práctica de evaluar el conocimiento de una persona mediante una prueba objetiva, tendencia (la de dar palos) que observamos que crece y crece en la llamada nueva pedagogía, no puede sino inquietar a los profesionales de la educación. Nos guste o no, el único método con que contamos para asegurarnos de que alguien ha asimilado lo que le queremos enseñar es interrogarle sobre ello, de uno u otro modo. Quien pretenda hablar un idioma, que pronuncie una frase; quien diga manejar un bisturí, que haga una incisión. Y a los que copian, les advierto que algo mucho peor que el Coco puede venir a por ellos: el Ministerio de Cultura.

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