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Columna
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Derechos y deberes

Hay un malentendido a propósito de la ley de muerte digna, como llaman a la futura Ley de Derechos y Garantías de la Dignidad de la Persona en el Proceso de Muerte. Creo que esa ley protegerá esencialmente a los médicos frente al Código Penal, dándoles respaldo en una práctica más o menos hipócritamente aceptada: ayudar a los pacientes a morir sin dolor. Es algo que, por lo que sé desde niño, han hecho siempre los médicos. La nueva ley no legaliza la eutanasia, y el propio proyecto de ley lo deja claro: seguirán yendo a la cárcel quienes, médicos o no, ayuden a morir a un enfermo que, por sufrimiento o por la gravedad de su situación, quiera morirse y lo pida explícitamente.

Con esta ley el enfermo no tendrá derecho a que le quiten la vida a su gusto, pero sí a una habitación individual con acompañante mientras agoniza, y esto me parece mucho. Tendrá derecho a que le digan lo que hacen con él en el hospital, y derecho a rechazar el tratamiento prescrito, aunque ponga en peligro la poca salud que le quede. En el proyecto de ley abundan los derechos de los pacientes, pero a los profesionales sanitarios sólo se les reconocen deberes. Es como si el legislador hubiera valorado el peso del voto y, calculando que los que van a morir son muchos más que todos los médicos de la tierra, quisiera presentar la ley como un paquete de derechos del moribundo, solo, ignorante e indefenso ante a la tradicional grandeza y omnipotencia del médico sabio.

No sé si esto es lo que irrita a las jerarquías de los colegios profesionales: que les presenten como deberes lo que podría tomarse también como derechos: el derecho del médico a informar al paciente sobre su enfermedad y sobre los remedios posibles, por ejemplo. (Es obvio que el paciente puede rechazar esos remedios: sería un delito contra su integridad moral forzarlo a aceptar medicinas o intervenciones clínicas, aunque de ellas dependa su vida y la buena conciencia del médico). Y no sé por qué la ley presenta como deber el poder inmenso que otorga a los médicos de "limitar el esfuerzo terapéutico", es decir, según la jerga de los legisladores, el poder de suspender el tratamiento (y cualquier "medida de soporte vital") cuando, a su juicio, "dado el mal pronóstico del paciente en términos de cantidad y calidad de vida futuras", la terapia "sólo contribuye a prolongar en el tiempo una situación clínica carente de expectativas razonables de mejoría".

Esto es algo que siempre ha sido facultad de los médicos, aunque ninguna ley lo consagrara explícitamente ni lo convirtiera en deber. Lo que siempre ha sido potestad del médico se ha transfigurado en un derecho del paciente, gracias al arte de unos legisladores prodigiosos, y en una orden a los médicos: se acabaron los tratamientos terminales inútiles. Pero esta ley de la buena muerte sólo parece contemplar los derechos de aquellos pacientes que, colaborando con la administración sanitaria, quieran morir con dignidad y rápido. ¿Qué pasaría si un enfermo pide digna, consciente, expresa y reiteradamente que se obstinen con él, que continúen el esfuerzo terapéutico, el tratamiento para mantenerlo vivo, aunque se le vaya la vida y no tenga mejora posible? ¿Es deber del médico dejarlo morir? Creo que los autores de la ley nos sugieren una respuesta cuando explican sus motivos: "Los avances de la medicina y otras ciencias afines permiten la prolongación de la vida o el mantenimiento de funciones vitales hasta límites insospechados hace pocos años", mientras envejece la población y aumenta el número de personas con enfermedades crónicas, degenerativas o irreversibles, incurables, "con frecuencia en un contexto de atención sanitaria intensiva altamente tecnificada". Suena a párrafo farragoso de sombría novela de ciencia-ficción futurista, pero es el presente.

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