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Columna
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Despedida

Hablar es un ejercicio peligroso. La honradez puede ayudarte a no decir mentiras, pero no te salva de la posibilidad siempre amenazante de decir tonterías. Por eso repetimos que en boca cerrada no entran moscas, invitando al silencio. Pero a veces no son las ganas propias de hablar las que te dejan con la boca abierta, sino las palabras de los otros. Hay frases que parecen un pie de foto carnavalesco para el espectáculo del mundo.

Obligada a hablar, incluso la gente más apreciable dice algunos disparates. El presidente Lula quiso mostrar esta semana su solidaridad y la de Brasil ante la catástrofe de Chile. Al pie de las ruinas hizo la siguiente declaración: "Chile no merecía una catástrofe como ésta, y menos las víctimas, pero como no tenemos control sobre el planeta, es Dios quien determina algunas cosas con las que tenemos que aprender a convivir".

¿Qué estaba diciendo el mandatario brasileño? ¿Qué otras víctimas y otros países, por ejemplo Haití, sí merecen una catástrofe? Todos sabemos que los latigazos naturales, en forma de terremoto, huracán o diluvio, se ceban con la debilidad de los países pobres. Pero sospechar que los países pobres se lo merecen raya en una imprudencia macabra, que ni siquiera sirve para calmar la mala conciencia de los países ricos, responsables con mucha frecuencia de la fragilidad de los cimientos sobre los que sobrevive la miseria.

La mansa y sufrida alusión a Dios tampoco es muy feliz. Asombra a los no creyentes que en el siglo XXI se confundan todavía las leyes de la naturaleza con la voluntad divina, y supongo que a los creyentes les incomodará también la imagen de un Dios colérico, causante original de las catástrofes. Ni a unos ni a otros, salvo a los más fundamentalistas, entre los que no se encuentra por suerte Lula, les divertirá volver al Dios justiciero que provocó el terremoto de Lisboa, las plagas de Egipto o la traición del conde don Julián.

Lula habló y metió la pata. La verdad es que todos los que nos dedicamos a opinar sobre la realidad estamos expuestos a decir tonterías. Supongo que a lo largo de los 15 años en los que he colaborado semanalmente en EL PAÍS Andalucía habré firmado muchas simplezas y opiniones injustas. Pido perdón. El responsable sólo he sido yo, porque he gozado de una libertad absoluta, y para mí necesaria, gracias a la manera de trabajar de Soledad Gallego, Román Orozco y Luis Barbero, los tres responsables sucesivos del periódico. No puedo echarle la culpa de mis catástrofes a nadie, ni siquiera a los designios de la divinidad, y sólo me vale de consuelo poder afirmar que siempre he dicho lo que pensaba y lo que me exigía mi conciencia. Como nos enseñó Juan Ramón Jiménez a los poetas, se debe buscar el nombre exacto de las cosas y el calificativo apropiado para las personas.

El silencio no es tampoco un salvavidas. Mantener la boca cerrada puede evitar que entren moscas, pero no que se llenen los ojos de arañas. Lula hizo bien en hablar ante la catástrofe, aunque dijera una tontada, porque mucho más peligroso fue para la humanidad el silencio pasmado y bélico con el que Bush recibió la noticia del atentado contra las Torres Gemelas. El silencio de los ciudadanos pudre la política por fuera y el alma por dentro.

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Es bueno intervenir, opinar, vincularse, hacer uso público de la razón. Una columna periodística no invita a la prepotencia o al desahogo, sino a la moderación. Yo he sido mucho más cascarrabias al valorar la política mundial y española ante el televisor de mi casa que a la hora de escribir para los lectores de EL PAÍS. Hablar ante los demás invita a moderarte, a procurar la comprensión, la objetividad y la justicia.

Los lectores de EL PAÍS han formado parte durante 15 años de mi intimidad y de mi conciencia. Muchas gracias por la compañía.

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