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Columna
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Día de la música

Paradojas: la música, o lo que algunos entienden por eso, ha tomado por asalto nuestras vidas y nos bombardea sin misericordia desde el supermercado, la cafetería, el coche del vecino de atasco y el interminable ascensor; a la vez, nuestra ignorancia en cuestiones musicales casi roza el analfabetismo. Míralos: esos artistas de la legua que en las calles principales de nuestras ciudades pulsan con resignación guitarras, acordeones y pífanos, sin conseguir de quienes pasean más que un gesto de hartazgo o prisa; tal vez, por qué no, entre ellos se oculten maestros secretos, prodigios del aire y la cuerda que nuestra perfecta ignorancia deja pasar de lado como si fueran monedas de chocolate. Ha sucedido. En enero del 2007, el Washington Post convenció a Joshua Bell, uno de los violinistas más prominentes de la nueva generación, para que se sometiera a un experimento de los que hacen comprender muchas cosas. Bell, que la noche previa había reunido a varios millares de personas en la Biblioteca del Congreso para que le aplaudieran hasta lesionarse, se dedicó a tocar su Stradivarius de 1713 en una parada de metro de Washington en hora punta. Dedicó cuarenta y cinco minutos a arrancar a su sobrenatural instrumento obras de Brahms y Schubert, por no hablar de las partitas de Bach, donde el violín demuestra sin ambages que Dios existe. El resultado fue una riada de oficinistas que no tenían tiempo para milagros, señoras con carritos a punto de arrollar la música, siete personas que se detuvieron durante un minuto intuyendo que allí sucedía algo y una chica desorientada que acabó por reconocer a Bell porque el día anterior se había gastado medio sueldo en escuchar el mismo prodigio que ahora tenía ante las narices de balde. En total, la gorra de Bell recaudó treinta y dos dólares.

Intimidado por esta experiencia, freno en seco frente a cada cuarteto rumano o tenor con sarpullidos que se sobrepone al estruendo de la calle Sierpes, en la duda de si estaré obviando a cualquier figura de la escena planetaria. Igual que la mayoría de mis compatriotas, no he recibido una educación musical que pueda considerarse tal y he tenido que aprender a reconocer los timbres y las tesituras a base de coleccionar discos demasiado caros y oír a secos eruditos en sesiones de radio de madrugada. Sevilla, la capital en la que vivo, ha sido condecorada por la Unesco como Ciudad de la Música y celebra el Día Europeo de tan distinguido arte con una plétora de conciertos, pasacalles, recitales y talleres, a los que hay que añadir las exóticas iniciativas a las que se han sumado el Ateneo y hasta los empleados de la limpieza y el transporte públicos. Sin embargo, todos sabemos que la orquesta municipal, las diversas orquestas municipales si contamos a la de la Universidad, la Barroca y alguna otra que malvive entre los laberintos de la administración, se las ven y se las desean para mantener completos sus planteles de instrumentistas y a menudo tienen que recurrir a mano de obra extranjera. Una información del ministerio del ramo revela que nuestro país padece una dramática sequía de intérpretes de relieve, sobre todo en el ámbito de las cuerdas altas, y que sin el oxígeno de los profesionales foráneos nuestras agrupaciones se asfixiarían sin remedio. La culpa se halla, según suele, del lado de la educación: un sistema elemental no demasiado sensible a las sutilezas del oído, unos conservatorios deficientes anclados en otra era, una escasez de inversiones y planes de formación son los ingredientes esenciales de este fenomenal desconcierto, y la palabra jamás fue tan justa. Pero en fin, esto de los fastos del Día Europeo nunca está de más: esperemos que a más de uno le sirva para reconocer a Daniel Baremboim si se lo encuentra muerto de calor junto al quiosco de La Campana.

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