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Columna
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Disidencia

En 1991 conocí en la Universidad de Kansas a Sharon Feldman, una joven profesora que acababa de terminar su tesis doctoral sobre un dramaturgo y novelista español, nacido en Almería y exiliado en París, tan célebre en Francia como ignorado al otro lado de los Pirineos. Aquella fue la primera vez que oí el nombre de Agustín Gómez-Arcos, pese a que en esa fecha él ya se había convertido junto a Bergamín, Alberti y Picasso en el cuarto artista español condecorado con la Legión de Honor.

Gómez-Arcos estrenó por primera vez a principios de los sesenta en Madrid, donde trabajó como actor, dirigió montajes y tradujo algunas obras de la escena francesa. En 1962 fue finalista del Premio Nacional Calderón de la Barca y ganó el Premio Nacional Lope de Vega con una obra histórica que relacionaba la Inquisición y el fascismo, motivo más que suficiente para que le retirasen el galardón y para que la obra fuese censurada. Los que, como Buero Vallejo, aceptaban los límites de la censura y combatían al régimen desde dentro, estrenaban con mayor o menor dificultad. Quienes optaban, como Gómez-Arcos, por no hacer concesiones eran condenados al ostracismo. Cuando en 1966 volvió a ganar el Lope de Vega sin que ese reconocimiento permitiera el estreno de su obra, decidió marcharse de España. En el París de los setenta Gómez-Arcos estrenó sus mejores piezas teatrales, y publicó El cordero carnívoro, la primera de sus catorce novelas escritas en francés y traducidas a otros tantos idiomas, que obtuvo el Premio Hermès a la mejor primera novela de 1975. Mientras en Francia Gómez-Arcos lograba en dos ocasiones ser finalista del Premio Goncourt, en España seguía siendo un exiliado desconocido. Su obra sin embargo no es ajena a su país; está profundamente enraizada en la historia opresiva, intolerante y autoritaria que se ha tratado de borrar olvidando a quienes la sufrieron y a quienes la recuerdan. Aunque su teatro fue parcialmente recuperado en nuestro país durante la década de los noventa, Gómez-Arcos murió en 1998 sin haber obtenido el reconocimiento que otros escritores, más astutos y menos marginales de lo que dicen ser, han sabido extraer de su disidencia.

La semana pasada volví a encontrarme con Sharon Feldman; esta vez en Almería. Había venido a presentar Alegorías de la disidencia, el primer estudio de la obra dramática de Gómez-Arcos, que acaba de ser publicado por el Instituto de Estudios Almerienses. La aparición de este excelente libro coincide con otra iniciativa del Instituto: la catalogación del archivo personal de Gómez-Arcos llevada a cabo con rigor y esmero por José Ángel Santiago. Ambos, Feldman y Santiago, deberían haber hablado de sus trabajos el jueves pasado en la Diputación de Almería, pero una mala difusión del acto hizo que sólo acudiésemos siete personas, incluidos los dos autores, sus familiares y algunos amigos. Gómez-Arcos, como se ve, sigue siendo un escritor maldito. Ojalá que con estos dos esfuerzos bibliográficos su figura y su obra vayan regresando poco a poco del exilio. Nosotros, los siete asistentes al acto que nunca existió, nos fuimos a beber y brindamos por ello.

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