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Columna
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Falta de lealtad

Un Estado políticamente descentralizado refleja mejor la complejidad de la sociedad de lo que lo hace un Estado unitario. Un país como España, que no es particularmente extenso y cuya población tampoco destaca en relación con la de los países de nuestro ámbito histórico y cultural, es lo suficientemente diverso territorialmente como para que su expresión política se haga mucho mejor con un poder central y con un buen número de poderes subcentrales que con un Estado unitario y centralista. La expresión del principio de legitimidad democrática, que es, en última instancia, en lo que consiste el Estado constitucional, se hace más visible y más genuina, ganando de esta manera legitimidad la fórmula de gobierno. Entre Andalucía y Castilla y León o entre Galicia y la Comunidad Valenciana es obvio que existen diferencias de mucho tipo, que es normal que se expresen políticamente de manera diferenciada, aunque haya que garantizar al mismo tiempo que todas esas unidades subcentrales formen parte de un Estado único y no constituyan una confederación. España no es la Unión Europea, esto es, una unión de Estados soberanos, sino un Estado cuya unidad política es el presupuesto y límite del ejercicio del derecho a la autonomía por las nacionalidades y regiones que la integran.

Éste fue el compromiso en el que descansó el pacto constituyente y el desarrollo posterior del mismo a través de los Pactos Autonómicos de 1981 y 1992. La unidad política del Estado, como dijo Miquel Roca en el debate constituyente, se renueva mediante el ejercicio del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran España.

Ahora bien, un Estado de este tipo, justamente por ser más expresivo de la complejidad social, es más complicado de gestionar que un Estado unitario. El Estado de las Autonomías es el más legítimo que hemos tenido en toda nuestra historia constitucional, porque es el que mejor expresa la complejidad y diversidad territorial del conjunto de la sociedad española, pero también por ello es el Estado más complejo y más difícil de gestionar.

El funcionamiento del Estado de las autonomías exige un mínimo de lealtad institucional entre los gestores del mismo, el Gobierno de la nación y las Cortes Generales, por un lado, y los gobiernos y parlamentos de las comunidades autónomas, por otro. Sin esa lealtad, se generarán permanentemente conflictos que dificultarán la acción de gobierno, tanto estatal como autonómico, y que, en consecuencia, dificultarán el proceso de dirección política del conjunto del Estado.

Y falta de lealtad está habiendo y mucha. Dos botones de muestra. El boicot a la asignatura Educación para la Ciudadanía por parte de las comunidades gobernadas por el PP. Esta materia curricular se imparte en 19 países europeos, 16 de ellos miembros de la Unión Europea y, sobre todo, figura como tal en la LOE de 2006. Si no se está de acuerdo con ella, se puede interponer el recurso de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, pero lo que no es admisible es intentar obstruir la impartición de la misma de manera torticera haciendo uso de las competencias educativas propias.

O la renovación del Tribunal Constitucional. La reforma de la LOTC, al prever que los parlamentos autonómicos tuvieran capacidad de proponer candidatos al Senado pretendía que se ampliara la oferta, a fin de rebajar la dependencia que se estaba produciendo últimamente entre el candidato y el partido proponente. La designación de los dos mismos candidatos por los parlamentarios del PP de todas las comunidades autónomas es un caso de libro de fraude de ley.

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Así no es fácil que el Estado autonómico funcione como debería hacerlo. Y me temo que vamos a peor.

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