_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Faltas

Mal andan las cosas cuando hasta los técnicos del ayuntamiento, encargados de corregir las pruebas de oposiciones de los aspirantes a ordenanza, cometen faltas de ortografía. Ha sucedido en Sevilla, donde dos de los examinados no cabían en sí de consternación después de comprobar cómo todas sus nociones sobre mayúsculas o minúsculas y los modos en que se debe articular una frase se derrumbaban como una catedral de naipes. Que la autoridad siempre ha empleado un lenguaje opaco y cubierto de niebla para dirigirse al profano puede comprobarlo quien lo desee con sólo ojear cualquier boletín de cualquier consejería de la Junta: yo, que por motivos laborales a veces me asomo a la prosa del BOJA, no dejo de sorprenderme de que el castellano pueda ser usado con tal aridez, ni de que una frase pueda imitar de modo tan acabado a un muro de hormigón armado; el estilo es una cosa y cada cual dispone de libertad para mascar papel de lija en vez de saborear la mantequilla, pero en cuestión de faltas de ortografía ya penetramos en un ámbito más cenagoso. Aunque no tenga nada que ver con la Real Academia, no deja de alarmarme que una institución señera como el ayuntamiento, que se supone que cobija, amamanta y aconseja a los ciudadanos, la emprenda de repente a patadas contra la pobre gramática, que, tal y como andan las cosas, se ha convertido en el saco en que todos los boxeadores calientan sus guantes. Si velamos en las escuelas por erradicar esa epidemia que reemplaza bes por uves y exigimos a nuestros jóvenes que se sirvan de un castellano pasteurizado para superar sus exámenes, ¿qué diremos cuando nos señalen a los responsables de la oficina municipal en busca del agravio comparativo? Me parece a mí que, de los delitos y faltas que pueden cometerse, las de ortografía son las únicas que no dispensa ninguna inmunidad diplomática.

Recuerdo que hace unos años se puso de moda comparar las leyes gramaticales con las del tribunal y al maestro que corrige el cuaderno del alumno con el policía que desenfunda su porra en las manifestaciones. Incluso un premio Nobel, nada menos que el insigne Gabo García Márquez, circuló por algún programa cultural proclamando que la ortografía despertaba en sus dedos una olímpica indiferencia y que él escribía a la buena de Dios, sin obedecer la dictadura de ningún profesor de universidad, y que dejaba a su corrector, persona cuyo fuerte debía de ser sin duda la paciencia, la tarea de enmendar desmanes. Actitud que casa bien con el talante liberal del escritor colombiano y que puede leerse como todo un desafío contra el orden establecido en estos tiempos de conformismo, pero que a mí no deja de resultarme una irresponsabilidad. Que el surrealismo me perdone, pero no encuentro ni útil ni revolucionario mover el caballo sobre el tablero como si se tratara de un alfil, silbar a quien nos pregunta por la dirección de una calle o reírse a mandíbula batiente en el funeral de un amigo: son actos que, simplemente, vulneran el pacto tácito de reciprocidad que existe entre nosotros y el prójimo y que nos permite compartir la misma acera y los mismos sueños. Al fin y al cabo, la ortografía está ahí para ayudarnos a sacar partido de una herramienta, el lenguaje, que nos facilita entendernos con el vecino de al lado y dedicar palabras de amor a la novia, y sin la cual en muchas ocasiones nos quedaríamos a oscuras a la hora de cumplir una orden o atender a un deseo ajeno. De algún modo, ese adolescente con tendencias anarquistas que maldice la posición de la hache en ciertas palabras y que la amputaría sin piedad si estuviera en su mano debe aprender que la convivencia entre seres humanos pasa por el acatamiento de ciertas reglas convencionales, que todos podemos aspirar a una vida mejor si respetamos las normas de juego en vez de decidir mover los peones según sugiera el capricho del momento: aprender hoy que corazón se escribe con tilde es aceptar mañana que el coche se detiene ante el disco en rojo y que antes de replicar a un interlocutor hay que permitirle concluir sus frases. A su modo, y que también los ayuntamientos se apliquen el cuento, una uve perdida resulta inmoral: la maldad, decía Sócrates, sólo es otro nombre de la ignorancia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_