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Columna
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Ficción Sur

El cuento, el relato, la narración breve sigue siendo la pobre niña fea de nuestras letras. Una especie de género chico al que sólo se resignan quienes carecen de la voluntad o del genio para emprender horizontes más amplios, unas pequeñas vacaciones entre la redacción de novelas, el único trabajo auténtico para un escritor que se considere tal. De poco sirve que se trate de una forma que el último siglo dotó de un nervio insólito y convirtió en recipiente de experimentos todavía sin rebasar; poco importan los sudamericanos, esos Borges y Cortázar y Monterroso que tantos citan y dicen masticar sin llegar a digerirlos del todo, por no hablar del ejército de anglosajones que mucho antes, desde islas y praderas a uno y otro lado del Atlántico, nos ayudaron a comprender que lo bueno y lo breve pueden coincidir en algo más que los refranes al uso. Cualquiera que se dedique a este oficio puntilloso de la literatura sabe que es casi imposible convencer a una editorial de que se arriesgue a esa cosa fragmentaria y llena de síncopes, una colección de relatos; el mercado prefiere mamotretos más sólidos, sagas familiares o crónicas de la construcción de una catedral que pesen convenientemente en el bolso de la playa y que convenzan al comprador de que el número de páginas compensa el gasto en cultura. En todo lo cual reside una paradoja: por su velocidad, por su inmediatez, el cuento parecería el tipo de lectura más apropiado para nuestros tiempos de fatiga y prisa, una suerte de bocado rápido que engullir en la terminal del aeropuerto o antes de pulsar el botón de parada del autobús. Y sin embargo, dicen, el consumidor mayoritario sigue prefiriendo productos con mucha menos ventilación, sin demasiados resquicios para el aire, para una breve respuesta a quien pregunta quién lleva la vez o un examen a la pantalla del teléfono móvil, esa criatura con vocación de insomnio. El buen cuento se asemeja a un gato que desconfía, que huye del regazo después de dejarse acariciar las orejas; la mayoría se decanta por la fidelidad del perro desplomado sobre las pantuflas.

Pero en fin, aún anda gente por ahí que antepone los caramelos a las tartas de boda y se esfuerza por comprimir una historia, una anécdota, la fugacidad de un pensamiento en los márgenes estrictos de la docena de páginas. Sin ir más lejos, muchos de los más capaces autores andaluces de nuestros días se dedican al cultivo de esa forma bastarda, que miran de reojo los escritores de cinco estrellas. Pienso en Ángel Olgoso, el turbio maestro granadino, amante de los páramos, las bibliotecas, los aparecidos, que gusta de referir sus fábulas truculentas en forma de susurro, a la luz de la hoguera; pienso en Hipólito G. Navarro, a medias sevillano y a medias onubense, en cuyo universo trastocado el humor se topa con la metafísica y la carcajada se asoma a abismos más dudosos que podrían dejarla helada; pienso en el gaditano Félix J. Palma, procedente del gueto de la ciencia ficción y capaz de convertir en un lienzo expresionista, o en un ejercicio de abstracción, cualquier circunspecta escena de costumbres; a ellos habría que sumar nombres más notorios como los de Felipe Benítez Reyes, Fernando Iwasaki, Andrés Neuman o Juan Bonilla, todos incluidos, igual que los anteriores, en Ficción Sur, la antología de cuentistas patrios que en estos días, con inusitada valentía, sacan a las librerías las Ediciones Traspiés. Si durante décadas este sur nuestro fue sinónimo de poesía y efemérides en ateneos, parece que despierta una nueva generación que confía en la prosa para dejar su retrato de un mundo informe, sinuoso, lleno de agujeros a través de los que asomarse, el mundo del otro lado de las ventanas. Y que prefiere edificar capillas u oratorios antes que plúmbeas catedrales de un millar de páginas.

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