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Columna
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Justicias mediáticas

Llevamos ya un tiempo, demasiado diría yo, en el que el dolor está siendo canalizado de forma insensata. En numerosas ocasiones su expresión trasciende el ámbito familiar y personal en el que normalmente se genera y se desarrolla con intensidad, extendiéndose por el resto de la sociedad, no de forma solidaria y compartida sino con una cierta desesperación que provoca, de una u otra forma, algunos efectos perversos. No hace mucho, con motivo del asesinato de la pequeña Mari Luz, se inició el debate para implantar en la sociedad cadena perpetua como paso previo, puede decirse, a la implantación de la pena de muerte.

Un dolor, el de la familia, el de las víctimas del delito y el de más allegados que era utilizado para insinuar que la legislación penal, que la política criminal del Estado no daba satisfacción bastante ni a las víctimas ni a la sociedad. Ahora con la muerte de Marta se vuelve a plantear. El dolor, la indignación vuelven a hacer campaña en favor de la revisión de las políticas criminales del Estado. En esta ocasión, si cabe, con más fuerza, ya que se están utilizando también para conseguir máximas de audiencia por medio de entrevistas de menores, rompiendo todas las barreras de la intimidad y las fronteras de la vergüenza y el pudor.

Una situación que ya se ha denunciado por periodistas en numerosos medios de comunicación. Sin ir más lejos el pasado lunes Fernando Santiago en este diario se pronunciaba en contra de esos seudoperiodistas, cuyo opinión suscribo íntegramente. Pues bien, dejando a un lado estas desvergüenzas y volviendo al inicial planteamiento, la pregunta que surge y podemos hacernos es la de si nuestras instituciones, en concreto y en razón la Justicia, deben estar en tela de juicio cada vez que se produce una muerte y ésta genera un impacto social. Si el aprovechamiento de las movilizaciones, lógicas en la búsqueda de personas desaparecidas, debe ser utilizada cuando no hay razón alguna para seguir buscando porque, por desgracia, la persona desaparecida ha muerto. Entiendo que no; entiendo que no es de razón aceptar la indignación familiar y personal fórmula o instrumento que justifique cambios en las leyes.

La indignación, el dolor son expresiones humanas que, aunque exijan justicia y tienen que obtenerla, no pueden ser el prisma que fije y calibre el grado de respuesta, pues sería parcial y subjetiva. La Justicia, tal como se define en el Estado de derecho, huye en su realización de estos modos ya que cambiaría naturaleza y soporte, pasando de ser un valor del ordenamiento jurídico y garante de los derechos fundamentales, a ser una respuesta individualizada en función del grado de indignación, del dolor mostrado y de la movilización ciudadana, y no en función de los valores sociales y de derecho que inspiran e informan la política criminal del Estado.

Se sustituiría la Justicia, tal como se entiende constitucionalmente, por el radicalismo propio de los sistemas fascistas. Sería conveniente no olvidar, pues la ignorancia no cabe ya que está en los textos penales, que en 2003 se reformaron determinados preceptos penales para el cumplimiento íntegro y efectivo del cumplimiento de la penas, por lo que los condenados no entran por una puerta y salen por otra, sino que cumplen las penas impuestas por sentencia firme y definitiva.

Es necesario recordarlo, mucho más cuando el dolor está presente. En estas ocasiones es cuando hay que traer a la realidad que tanto el poder legislativo como el judicial están articulados y hacen real el Estado de derecho, y que las víctimas de los delitos no van a lograr que las instituciones sustituyan a las personas que han perdido injustamente sin ninguna razón, que nunca la hay cuando se mata a otra persona, pero sí que van a actuar contra sus autores con toda la fuerza que da la razón, la ley y una Justicia cuyo marco penal es preventivo, de respuesta proporcionada a la gravedad de los hechos y disuasorio.

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