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Columna
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Letras en la arena

La otra tarde, hojeando el periódico, choqué contra una noticia que me robó 25 siglos de golpe, así, por las buenas, y que me dejó como esos antepasados nuestros de la barba y el cayado. Era en esas páginas antipáticas de color salmón donde dan los números de la bolsa y ascienden y se precipitan los imperios financieros; en medio de estrategias de marketing, índices de beneficios y avisos para vampiros, di con una estatua que vestía una túnica de mármol: Sócrates. No entendí qué hacía allí. El texto que acompañaba al retrato me desveló trabajosamente el enigma: resulta que en la esfera de los directivos empresariales se está extendiendo la costumbre de estudiar Filosofía. Sí, también a mí me pareció un chiste, pero era verdad. Resulta que alguien se había dado cuenta de que una mentalidad entrenada en el pensamiento abstracto funciona con mayor eficacia y se revela más rentable que aquella otra que se limita a contemplar las cosas a ras del sembrado; resulta que alguien había decidido entrenar a banqueros y tiburones con armas dialécticas; resulta que en varios puntos de la Tierra, entre ellos Madrid, se habían abierto escuelas de Filosofía donde se debatían aspectos confusos de la realidad y se temblaba ante el misterio arcano de las últimas preguntas. Así empezó todo allí, en la remota Grecia. También el preclaro Platón, padre de todos nosotros, abrió una escuela de filósofos en un descampado y discutía con sus alumnos los dilemas estomagantes que diariamente plantea la realidad. Pero había una diferencia. Más que anotarla, prefiero recurrir a una famosa parábola que narra Diógenes Laercio. Cuando, después de escuchar durante una hora las disertaciones del maestro, un recién llegado preguntó a Platón de qué servía todo lo que él explicaba, recibió una moneda. Si deseabas beneficio ya lo has obtenido, le dijo Platón: puedes marcharte.

Hoy se clausura en Málaga el VIII Congreso de la Asociación Andaluza de Filosofía. Tan meritoria y secreta entidad congrega por igual a profesores de esta desdichada disciplina en los colegios públicos, estudiosos universitarios, amantes de lo difícil en general. He estado entre ellos: criaturas mansas, pacíficas, apartadas del mundanal ruido, que discuten, a veces con calor, de la importancia de una palabra marginal en un texto sin reeditar, de la probabilidad hipotética de lo que pudo ser y no fue, de por qué tenemos lo que tenemos en vez de lo que nos merecemos, del amor y del daño, si son cosas opuestas. Aquel cenáculo de especialistas con aire de insectos, abstraídos en asuntos privados que no parecían guardar relación con el resto del planeta, contrastaba extrañamente con la noticia que yo había leído en el periódico y que ponía la Filosofía en la cúspide de la estrategia bursátil. Así que yo, que también soy filósofo por formación y por destino, me puse a pensar y a tratar de dar respuesta (otra) a una cuestión que no dejo de formularme delante de mis alumnos: de qué sirve realmente la Filosofía, si de algo sirve. Por qué unos abren academias para transmitirla a los cerebros de oro y a la vez los sistemas educativos le cierran el camino reduciendo más y más, hasta la agonía, las horas de que dispone en el currículo. Por qué se publican continuamente libros que la vinculan a las series de televisión de moda o plantean encuentros entre filósofos y ornitorrincos en la barra de un bar y, a un tiempo, el ejercicio del pensamiento puro pasa por excentricidad y mal gusto. Tampoco aquí quiero formular nada y prefiero volver a ocultarme en la parábola, el símil, la literatura. En el más célebre de sus aforismos, Pascal establece que el hombre es un junco que piensa. Siempre que este aforismo se cita, es para enfatizar la fragilidad del destino de nuestra especie, pero esa es sólo una parte. No todos los juncos tienen el privilegio de convertirse en bastón, en batuta, en cálamo. No todos pueden dibujar letras en la arena.

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