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Columna
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Ley de pobretería

Me incomoda el nombre de Ley de Extranjería. Resulta demasiado poético. El extranjero no dejó nunca de ser una figura con dos sombras. Llegar de otros lugares, a veces con otra lengua y otra piel, sirvió desde luego para levantar recelos, para crear inquietud en la rutina de la identidad. Nada más útil que una presencia extraña para imponer la identificación con la propia sangre. El blanco se siente más blanco ante la mirada del negro, el católico comprende con orgullo las ventajas de su tradición ante las oraciones exóticas de los infieles.

Pero la extranjería también cumplió el papel romántico de alimentar la imaginación, de sentir la llamada íntima de lo lejano. Resulta comprensible que ciudadanos pensativos se encuentren incómodos con su propia realidad. Son extranjeros en su tierra, gente que huye de las precariedades de la soberbia patriótica. No se trata de una falta de amor, sino de un exceso. El verdadero amor no puede comulgar con ruedas de molino, ni aceptar el cinismo de las costumbres, ni la ceguera doméstica. Cuando no hablan en nombre de una patria, los poetas suelen vivir en una particular ley de extranjería. Sus palabras sólo son la consecuencia de la desesperada dignidad de la condición humana.

Yo no soy un marginado, ni un perseguido, ni estoy sufriendo las crueldades de la injusticia económica, pero me siento cada vez más extranjero en la globalización capitalista del mundo. Me parece innoble confundir mi extranjería ideológica con la verdadera explotación de la gente. Necesito palabras claras, sin sombra romántica. La Ley que acaba de aprobar el Parlamento, con los votos del PSOE y de la derecha nacionalista, no es una ley de extranjería, sino una ley sobre la inmigración.

Endurecer las normativas sobre inmigración es antipático en un país que hasta hace pocos años ha tenido que emigrar para huir de la miseria. Hemos visto muchos trenes andaluces llenos de maletas de cartón y vidas rotas, en busca de las fábricas alemanas, francesas, vascas o catalanas. Hace pocos años, casi ayer. Supongo que por eso resulta más llevadero pactar con catalanes y vascos una ley de extranjería que una ley de inmigración.

Pero el cambio de palabras no puede ocultar el cinismo de las operaciones. En 8 años, se ha endurecido la ley 4 veces. La misma lógica afecta a los debates sobre las leyes del menor. Endurecer las leyes es la inercia típica de las democracias que se degradan a sí mismas, cuando piensan que los derechos cívicos son incompatibles con la seguridad del orden establecido.

El rey de este cuarto endurecimiento de la ley de inmigración ha sido el cinismo. Primero, se presenta una propuesta muy dura, para poder aceptar enmiendas que endulcen la ley, aunque la mayoría se refieran a competencias autonómicas. Después, se alardea de aparentes derechos progresistas para ocultar una ausencia de solidaridad real. Por ejemplo, nos venden como una medida progresista que las parejas de hecho puedan aspirar a la reagrupación familiar. Pero las parejas de hecho sólo sirven para ocultar que la reagrupación familiar queda limitada de forma tajante. Se reduce a los hijos menores de edad, o a los padres mayores de 65 años, y al trabajador inmigrante se le exigen ahora 5 años de residencia, cuando antes bastaba con 1.

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Por mucho que se quiera endulzar la píldora, ampliar a 60 días el plazo de internamiento de los inmigrantes es un atentado contra la justicia y la dignidad humana. Un ser indocumentado no es un ser humano ilegítimo. Esta es una ley contra los pobres. Una Ley de Pobretería. Tal vez los pobres del mundo sirvan para que los españoles sintamos ahora el orgullo de ser nuevos ricos. Me siento más extranjero que nunca. El pragmatismo político me parece aquí una forma excesiva de complicidad con la injusticia.

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