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Columna
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Retornos de lo vivo lejano

La vida es un palimpsesto, un manuscrito en el que los presentes conviven con las huellas de una escritura anterior. Los carteles se pegan en las paredes de la actualidad, resisten unos encima de otros, forman capas de anuncios, sustratos con fechas de conciertos, mítines, congresos, conferencias y presentaciones de libros. En 1980, en el pasillo de la Facultad de Filosofía y Letras de Granada, entre convocatorias de asambleas y reuniones políticas, vi el cartel que anunciaba una lectura de poemas de Jaime Gil de Biedma.

El autor de Las personas del verbo tenía entonces los mismos años que he cumplido yo ahora. Escribo esto, y me entrego a un doble recuerdo. Rafael Alberti subió una tarde de 1925 a la azotea madrileña de Juan Ramón Jiménez para enseñarle los poemas de Marinero en tierra. Se consolidó entonces una amistad difícil y duradera entre los dos poetas. Ya en el exilio argentino, al escribir Retornos de lo vivo lejano, uno de sus grandes libros, Rafael evocó aquella visita. Dejó constancia de un detalle cronológico y sentimental: "Él entonces tenía la misma edad que hoy, dieciséis de diciembre, tengo yo aquí, tan lejos de aquella tarde pura".

Un poeta cumple años, se acostumbra a la inevitable madurez y recuerda que soporta ya, con melancolía y paciencia, la misma edad que tenía su maestro cuando lo conoció. La comparación no sirve para apropiarse vanidosamente de la importancia y la solidez que de joven le otorgaba al maestro, sino para entender su fragilidad, las contradicciones que latían bajo el nombre admirado. La vida enseña a comprendernos, a tolerarnos, porque junto a la admiración, nos identifica con las fragilidades de los maestros.

He vuelto a leer estos días, con la misma pasión deslumbrada de los años 70, la poesía de Jaime Gil de Biedma. Fue un poeta decisivo en mi educación sentimental, hasta el punto de enseñarme que los buenos libros no sólo pueden caracterizarse como un objeto material definido, sino como un estado de ánimo abierto, que se convierte en recuerdos, citas, formas de mirar y de pensar que nos acompañan a lo largo de la vida. De su lectura en la Granada de 1980, además de la emoción de oír en la voz del poeta sus mejores versos, que ya formaban parte de mí como un paisaje urbano o una costumbre familiar, recuerdo sobre todo un chiste. Alguien le preguntó en el coloquio que cómo se planteaba al escribir un poema la función de su ideología, y él respondió de manera desenvuelta que, si además de pensar en la música, la estructura, la exposición argumental, las imágenes y los sentimientos de su personaje, debía plantearse su función ideológica, ya podía meterse también el palo de una fregona por el culo y aprovechar para limpiar el suelo del despacho.

El poeta antifranquista, al que se le había negado la entrada en el Partido Comunista por su condición homosexual, sabía muy bien que la ideología de una obra no puede obedecer a consignas, ni a cálculos teóricos, sino a una manera de ser, a formas de mirar y de sentir. He vuelto estos días a Jaime porque fui a ver El cónsul de Sodoma, la película sobre su vida que ha dirigido Sigfrid Moleón. Y fui con mucho, mucho miedo. Un alto ejecutivo homosexual, promiscuo y poeta, que aprendió el amor en soledad, y en cuatrocientas noches, con cuatrocientos cuerpos diferentes, da para un argumento demasiado turbio.

Pero poco a poco la película me convenció. Mis ojos, claro, no valoraron sólo una obra cinematográfica, sino la honradez y la admiración con la que se trata a Jaime y a su poesía. El escándalo de la derecha mediática ante las escenas descarnadas, me ha convencido, además, de que hay cosas que deben contarse, contradicciones que ayudan a entender. Yo tengo ahora la misma edad que tenía mi maestro cuando lo conocí.

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