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Columna
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Teología política

Don Francisco Javier Martínez Fernández, arzobispo de Granada y presidente de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española, ha recalcado el aprecio de la Iglesia por la democracia. Al oír sus declaraciones me saltaron las alarmas. Mi humilde experiencia mortal dice que conviene echarse a temblar cada vez que alguien necesita recalcar su aprecio por la democracia.

En efecto, el señor arzobispo había pronunciado una conferencia en el curso Ética y futuro de la democracia, organizado por la Fundación García Morente y por la Universidad San Pablo. Fue una intervención de mucho bonete y manteo, que, desde luego, exige aclarar el aprecio de los obispos por la democracia. La tesis del reverendo pastor es que el racionalismo actual ha dejado a la existencia sin sentido, porque la justificación última de la vida humana es la fe en Dios y en Jesucristo. La Iglesia debe fundar una teología política que evite la condena de la religiosidad al ámbito de lo privado. Hace falta recuperar el poder divino en los parlamentos y en las aulas. Más peligrosa que una asignatura de Educación para la Ciudadanía, le parece al señor arzobispo la terquedad científica del mundo contemporáneo. Los antropólogos, los físicos, los médicos y los historiadores se empeñan en negar la palabra de Dios, "único criterio de verdad aplicable".

El nihilismo vigente perturba la clara educación de nuestros hijos. Imaginemos a un niño o a una niña estudiando Matemáticas, o Ciencias Naturales, o Lógica, o recibiendo Educación Sexual, en un aula presidida por un crucificado. Después de aprender que dos y dos son cuatro, que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren, y que los espermatozoides del hombre fecundan el óvulo de la mujer, miran al crucificado y ven a un cuerpo que pertenece a un solo Dios verdadero, pero formado por tres personas distintas, un ser nacido de un vientre que no conoció varón y que resucitó después de morir.

Sí, la verdad es que el asunto se presta a confusiones inaceptables, sobre todo a los ojos de una institución como la Iglesia que siempre lo ha visto todo muy claro. La tarea de hacer compatible la verdad divina con los espacios públicos parece bastante complicada. Los espacios públicos sólo son posibles, por tradición histórica, allí donde cesa el poder divino, que tiene un ojo capacitado para verlo todo. Un Dios, que es el que es, sin fisuras entre esencia y existencia, y que puede estar a la vez en todos sitios, convierte en una cosa bastante ridícula la separación entre lo privado y lo público. La teología política que propone el arzobispo significa en el fondo una aclaración definitiva de las contradicciones. Se trata de terminar con la política, los espacios públicos y los ciudadanos, para devolver el protagonismo a los sacerdotes y a sus siervos. Hay que cortar por lo sano.

Puede ser un buen camino. Eso de que el ser inteligente provenga del mono no deja de incomodar, sobre todo cuando la teología política nos ofrece la posibilidad de emparentar con el amor divino. Además, no nos engañemos, hay valores añadidos en la propuesta del arzobispo. Ahora que las Humanidades están en horas bajas, y que los planes de estudios suprimen clases de Historia y de Literatura, no debemos desaprovechar una ocasión estupenda para conocer por dentro la cultura medieval. Unificados de nuevo el delito y el pecado, el Santo Tribunal de la Inquisición serviría también para solucionar los problemas de la justicia española. No es poca cosa.

Confieso que sólo hay algo que me inquieta. Después de conocer los escándalos sexuales de la Iglesia en Irlanda, y de descubrir que también es peligroso ejercer el amor divino sin preservativo, me da no sé qué, un no sé qué que queda balbuciendo, poner a nuestros hijos en manos de los arzobispos.

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