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Columna
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Ya está bien

Las batallas que no se dan son las que nunca se ganan. Las que se libran se pueden ganar o no, pero las que no se libran no hay forma de ganarlas.

Si no se corrige el rumbo, y pronto, esto es lo que va a pasar con el referéndum de ratificación del Estatuto previsto para el próximo febrero. Esa es una batalla que está jurídicamente ganada, porque el número de síes va a ser superior al de noes, pero que políticamente está en el aire, ya que el éxito de la operación se va medir por el número de ciudadanos que participen en la consulta. Y conseguir una alta participación en este referéndum no es fácil.

Y no lo es, porque el referéndum fue pensado por el constituyente en negativo y no en positivo, como una garantía para los ciudadanos de Cataluña y del País Vasco de que no se le podría imponer un Estatuto unilateralmente por las Cortes Generales. El referéndum políticamente no estaba previsto para que se dijera sí, sino para que se pudiera decir no. Si había acuerdo entre las Cortes Generales y el Parlamento proponente, el referéndum políticamente carecía de sentido, aunque jurídicamente fuera indispensable para que el texto pactado entre ambos parlamentos pudiera convertirse en norma jurídica. Si no había acuerdo, es cuando el referéndum cobraba todo su sentido político.

Eso se vio con claridad en el caso gallego. Tras haber sido pactados los Estatutos vasco y catalán, las Cortes Generales intentaron imponerle a Galicia un Estatuto en el que se rebajaba notablemente el contenido de su autonomía respecto de la catalana y la vasca. Tuvo que suspenderse el trámite del referéndum ante el temor fundado de que los ciudadanos gallegos dirían no. El referéndum únicamente se convocaría tras el terremoto del 28-F andaluz y una vez equiparado el Estatuto gallego a los Estatutos vasco y catalán. De todas maneras, el texto sería aprobado con la participación más baja de todas las consultas que se han celebrado en nuestro país, el 28%, porque los gallegos no entendieron que aquello era una conquista propia, sino que había sido la consecuencia de una victoria ajena, la del pueblo andaluz en el único referéndum de ratificación de la iniciativa autonómica que se ha celebrado en España.

Cuando hay acuerdo entre las Cortes Generales y el Parlamento proponente, el de Andalucía, por ejemplo, el referéndum es políticamente superfluo, pero jurídicamente obligatorio. Así es y así debe seguir siendo, ya que dicho referéndum es una garantía importante frente a cualquier intento de rebajar el ejercicio del derecho a la autonomía.

Ahora bien, eso nos sitúa ante la tarea de ganar una batalla (aparentemente) superflua, es decir, de conseguir que los ciudadanos acudan a votar algo que ya está decidido y con lo que ellos están de acuerdo. Esto no es fácil. Y es imposible conseguirlo si los principales partidos dan la batalla por perdida y empiezan a preocuparse simplemente de hacer responsable al contrario de la escasa participación.

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El espectáculo que están dando los dos grandes partidos andaluces es obsceno. Ninguno está pensando en ganar la batalla, sino en ver cómo responsabilizan al adversario de la derrota. De esta manera la derrota se convierte en la profecía que se autocumple.

Esto es un disparate. Acabo de decir que la batalla no es que sea superflua, sino que es aparentemente superflua. Y es así, porque lo que está en juego en ella es el prestigio de Andalucía como comunidad autónoma en el conjunto del Estado. Andalucía ha conseguido convertirse en la definidora de la norma estatal en lo que al ejercicio del derecho a la autonomía se refiere. Es la comunidad autónoma de referencia, que preserva el principio de unidad política del Estado hacia arriba y que posibilita el ejercicio del derecho a la autonomía en condiciones de igualdad por todas las comunidades autónomas hacia abajo. Para conservar esa posición el estatuto tiene que ser aprobado como Dios manda. Alguien en el PSOE y también en el PP tiene que dar un puñetazo en la mesa y decirle a sus dirigentes y militantes que ya está bien.

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