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Columna
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Los chabolistas

Las metáforas no son un juego de adivinanzas y enmascaramiento, no sirven para esconder la realidad dentro de un diccionario. Por muy tortuosas que sean, las metáforas capturan una mirada, un estado de ánimo, y abren perspectivas para observar la realidad. No es lo mismo abrir las puertas del verano con la sonrisa jugosa y rojiza de la sandía, que con el paisaje de un descampado bajo el sol homicida de julio. No es lo mismo escribir julio y sandía, o julio y descampado, o julio y mar, o julio y polígono industrial.

Pos eso las metáforas no son sólo un asunto de poetas. La realidad tiene también su vocabulario, que va cambiando con el paso de los años y de la historia. Cuando yo era un niño de ciudad, ir de vacaciones al pueblo significaba recorrer en muy pocos kilómetros una distancia abismal. La gente tenía otras costumbres, otra piel, otra manera de jugar al fútbol, o de pensar en las redes y las barcas. Los rostros cuarteados por el sol y los ojos no educados por la televisión añadían curvas a las carreteras. La realidad es flexible.

Podemos viajar nueve horas en un avión, salir de nuestra casa y llegar a nuestra casa, porque no hay mucha diferencia entre la ciudad que dejamos y la ciudad que buscamos. Sin embargo, en muy pocos kilómetros también puede esconderse un abismo, como el que separa todavía Tarifa y Tetuán, o como el que separaba cuando yo era niño mi casa y el pueblo de las vacaciones. Mis hijas no conocen esa distancia, la carretera del pueblo tiene ahora menos curvas y hay un trazado recto entre las pieles, las televisiones y las costumbres.

Llevamos muchos días leyendo en el periódico las curvas dramáticas de los chabolistas sevillanos. Cuarenta y una familias que se vieron obligadas en marzo a dejar sus viviendas del Polígono Sur y que desde entonces viven de manera errante por su geografía particular, ahora en El Copero, ahora en el Parque de San Jerónimo, primero el ayuntamiento, después la Junta de Andalucía, aquí la autoridad portuaria, allí la policía nacional. Los nómadas pueden llevar sus pasos erráticos por la geografía terrenal o por la institucional. En las dos hay botellas vacías, latas ardiendo bajo el sol de julio, falta de agua y de luz y una condena a vivir bajo las sombras de los puentes. Las metáforas de los chabolistas tienen hoy un impúdico olor a vertedero.

Recuerdo las novelas sociales de posguerra, las chabolas que Antonio Ferres dibujó en La piqueta, y vuelvo constatar que la realidad cambia de vocabulario. La pobreza en los años 50 era una marca nacional, la verdad de un país que se despertaba y se acostaba en el subdesarrollo. Por los tejados nocturnos de las chabolas se escapaban los sueños de gente que pensaba en un futuro mejor. El país debía progresar, porque tomar conciencia de que se vivía en el pasado era un modo de luchar por el futuro. La pobreza significaba un estado nacional con posible solución política y económica. Alguna vez llegaríamos a formar parte de Europa, a ganarnos el derecho de tener electrodoméstico o de ser tan racistas como los franceses y los alemanes.

Hoy Sevilla, Andalucía y España no viven en el pasado o en el futuro, sino en el presente. La pobreza no es una marca nacional de un país subdesarrollado, sino la cuota estadística que corresponde a la marginación en la sociedad del capitalismo avanzado. Las metáforas de los chabolistas de Sevilla no aluden al sueño justo de otro mundo posible, sino a la condena inevitable de los marginados. Por mucha crisis que se sufra, nuestra pobreza no habla hoy del subdesarrollo, sino del modo que ha impuesto la sociedad moderna para progresar. Por eso los chabolistas van sin solución de un sitio a otro, cruzando descampados y polígonos industriales, en busca de un lugar idóneo. Ese lugar no será ya el bienestar, sino el desierto donde nadie los vea.

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