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Columna
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La conciencia cívica

En los últimos años, invitado por amigos y amigas de El Ejido tuve la oportunidad de participar allí en varios actos de carácter político y literario. No eran buenos tiempos para la conciencia cívica. Bajo una atmósfera de profunda desolación ética, un grupo de gente se reunía a discutir sobre el futuro de la sociedad, la democracia y el papel que debe desempeñar la mirada crítica de los intelectuales. Las cosas iban muy mal para la decencia del pueblo. En la mayoría de los casos, los presuntos culpables de los casos de corrupción empiezan a oler mal mucho antes de que el juez y la policía tomen cartas en el asunto. Se les ve actuar como presuntos-presuntos.

Mis amigos de El Ejido son en su mayoría militantes de Izquierda Unida que vieron cómo se quedaban sin representación municipal en las elecciones posteriores a las revueltas racistas. Oponerse a la manipulación populista suele pasar factura. Soportando pobres resultados, sarcasmos de la prensa municipal y la indiferencia de muchos vecinos, seguían reuniéndose para hablar de democracia, denunciar corrupciones y pensar que otro mundo es posible. La vieja militante recordaba historias de los tiempos duros de lucha contra el franquismo junto al muchacho inquieto con un pendiente en la oreja y un sueño en el corazón.

Hay muchas horas de coche, kilómetros, cansancios, madrugones, comidas rápidas, enfados familiares por el exceso de viajes, bromas de los amigos por el tiempo gastado en conferencias sin remuneración, críticas de escritores puros, ya sean esteticistas o estalinistas, desilusiones electorales y enfados políticos que sólo se justifican por una íntima necesidad de acompañar y respetar a la gente que, por una razón o por otra, decide militar en la solidaridad y la decencia. Tal vez son mujeres maltratadas, o maestras que se preocupan por la educación, o médicos que han trabajado en el Tercer Mundo, o abogadas que defienden a los inmigrantes, o comunistas que pasaron años de cárcel en la dictadura, o hijas de un alcalde socialista ejecutado en 1936, o jóvenes con una pulsera tricolor que han formado una plataforma para salvar su río, su pequeño bosque, su playa, de la especulación y el envenenamiento.

Son historias particulares, caras, nombres que se diluyen de un viaje a otro, que se llenan de niebla, hasta caer en el olvido. Perdóname, es que se me ha olvidado tu nombre, dice uno, pasando la vergüenza de no saber a quién se le va a dedicar un libro con verdadera simpatía y complicidad. Sí, ya sé que eres el de la asociación que pide tal cosa, o el compañero que me llevó en coche a tal sitio, pero se me ha olvidado tu nombre, perdona. Claro, son tantas cosas...

A mucha gente con nombre y sin nombre debo agradecerle en estos días tristes no haber caído en una profunda desolación democrática y haberme salvado del cinismo o de una renuncia definitiva. Me ayuda humanamente recordar que en un pueblo en el que la prensa municipal victoriosa se dedicaba a hacer chistes sobre las personas decentes derrotadas, y a vender los grandes méritos de un alcalde presunto-presunto a ojos vista, había hombres y mujeres reunidos para hablar de democracia, honradez pública, ecologismo, solidaridad y dignidad social.

Es verdad que el vocabulario político de actualidad es otro. En El Ejido, en ese pueblo malagueño que se llama Almogía, en Baleares, Valencia, Madrid, Galicia y Castilla-León se habla más de blanqueo de capitales, malversación, falsedad documental y tráfico de influencias. Estamos en una verdadera crisis institucional de la democracia. Hacen falta medidas políticas y judiciales rotundas. Pero la mejor esperanza es saber que, en cualquier situación, hay personas dispuestas a defender la conciencia cívica. Brindo por mis amigos de El Ejido.

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