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Columna
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El costumbrismo político

El costumbrismo literario nunca ha significado una mirada objetiva sobre la realidad. El costumbrista responde a una elaboración tópica, a unos estereotipos, a unas fórmulas paralizadoras que suplantan la realidad. Cuando el Romanticismo tomó conciencia del vértigo de la historia, de la velocidad con la que avanzaba un mundo que se había atrevido a perder el carácter sólido de lo sagrado, tuvo la oportunidad de establecer un diálogo íntimo con las transformaciones. Pero también surgió la idea de paralizarlo todo, de sustituir los movimientos reales por una escenificación de costumbres huecas. El costumbrismo renunciaba así a salirse de unos rituales sin anclaje en la sociedad. Más que pensar en una alternativa, sus posibles indignaciones estaban condenadas a evocar con melancolía una pureza perdida.

Hay contradicciones en la democracia actual que sólo puedo entender por la imposición de un venenoso costumbrismo político. No se trata sólo de que los ciudadanos estén acostumbrados ya a la democracia, con su aburrida normalidad de leyes y poderes regulados. Poco a poco se ha impuesto un sentido común negativo de la política. La gente repite en sus conversaciones estribillos de una danza interpretada con los colores resultones de los trajes típicos: todos son iguales, la corrupción lo mancha todo, las discusiones sectarias entre partidos tienen poco que ver con los problemas de los ciudadanos, yo no voto, yo sí votaré, pero con la nariz tapada. Estamos asistiendo a la verdadera dimensión trágica, sobrecargada de fracasos y renuncias, de los que se acostumbraron a vivir en democracia por ser el sistema menos malo.

Llegamos a casa, encendemos la televisión y vemos programas de una injustificable calidad cultural, ética y estética, en los que la diversión se identifica con el virtuosismo técnico y con la estupidez oficializada. Nadie se atreve a pensar que otra televisión es posible. Se ha impuesto una suerte de costumbrismo televisivo que niega cualquier otro horizonte. Ocurre lo mismo con la política. El caso Berlusconi parece una radicalización esperpéntica de lo que se ha hecho no ya costumbre, sino costumbrismo, en las democracias europeas, a la hora de definir la relación de los ciudadanos con la política. Sólo así puede entenderse que figuras manchadas por la corrupción reciban un apoyo notable en las urnas. Un mecanismo parecido, con menos gravedad moral, pero con más calado político, permite que los ciudadanos, en medio de una crisis causada por el neoliberalismo y la economía especulativa, apoyen con sus votos a las opciones neoliberales que se identifican de manera abierta con los tiburones de las finanzas.

Más que pensar en alternativas, todo se da por establecido. Partimos de que nada tiene arreglo. El discurso político queda sustituido entonces por otro tipo de inercias. Lleva las de ganar, por ejemplo, el partido neocostumbrista que consigue confundirse con las señas de identidad de un territorio. Criticar a Camps es criticar a Valencia. El capitalismo neoliberal se ha impuesto poco a poco como una seña de identidad de Europa. Las opiniones flexibilizadoras de las instituciones económicas (por ejemplo, del Banco de España), forman parte de un nuevo folklore costumbrista. El Presidente Rodríguez Zapatero, en un debate parlamentario, es capaz de defender con naturalidad su política económica, afirmando que ha suprimido los impuestos sobre patrimonio y rebajado la presión fiscal en el IRPF. Tampoco son muy alentadoras las demandas de la izquierda catalana en la financiación autonómica.

Pero me temo que ya no basta con recordar melancólicamente los principios de la socialdemocracia nacional para romper con el costumbrismo político. Hay que atreverse a apostar por las exigencias de una nueva realidad. ¿Durão Barroso? No, por favor.

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