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El delito revivido

Javier Arroyo

Ruidos

El viernes por la mañana, Sevilla se levantó recordando un incidente que dio mucho que hablar en la ciudad 48 años antes. El jueves por la noche, dos ancianas de 75 y 85 años recibieron varias puñaladas cuando acudieron a los ruidos que se oían en un estanco situado debajo de su vivienda. Una de ellas fue herida de gravedad; la otra recibió el alta inmediatamente. Años antes, un incidente mucho más complicado y sangriento sacudió la ciudad. Cinco personas murieron: dos en el delito y tres en pago de sus culpas. Eran tiempos de franquismoEl 11de julio de 1952, Lorenzo Castro, alias el tarta, Juan Vázquez Pérez y Antonio Pérez Gómez entraron en un estanco en el número 24 de la sevillana avenida Menéndez y Pelayo. Sobre la una o dos del mediodía, los tres hombres franquearon la puerta del establecimiento tras cuyo mostrador atendía doña Matilde Silva Montero. Los hombres no llevaban buenas intenciones, pero la situación acabó mucho peor de lo esperado: se trataba de robar la recaudación o lo que hubiera por allí y salir corriendo; pero doña Matilde intentó escapar y lo que iba a ser un sencillo atraco empezó a complicarse. Vázquez Pérez la apuñaló 13 veces; dos de ellas en el corazón.

Consejo de ministros

Los ruidos de la estanquera llamaron la atención de su hermana, doña Encarnación, que se encontraba en el interior del local. También Vázquez Pérez fue el encargado de acallar a la hermana; esta vez, de 16 puñaladas, una de ellas en la yugular. Los delincuentes dieron una vuelta apresurada por el establecimiento, arramblaron con lo que pudieron por los cajones y armarios y se llevaron lo que pudieron. Según las diligencias posteriores, no se llevaron todo el dinero que tenían las hermanas.A la mañana siguiente, poco antes de las once, Juan Sánchez Méndez avisó a la policía armada de que la puerta del establecimiento estaba forzada. Al entrar, el agente Vázquez González encontró a las dos hermanas en el suelo.

Manuel Rojo fue el abogado defensor de los tres criminales. Poco después del juicio, el letrado escribió la historia de lo acontecido en su libro El proceso por la muerte de las hermanas estanqueras. Informe de la defensa.

A los pocos días del delito, "confidentes dignos del mayor descrédito", según apuntó la defensa en el juicio, señalaron a tres hombres como los presuntos criminales. El 26 de ese mes, dos semanas después de los asesinatos, la policía los detuvo. Tras larguísimos interrogatorios, Vázquez firmó su confesión.

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Rojo reconoce que sus clientes nunca le contaron lo que realmente ocurrió, pero intuye que detrás de aquella violencia desatada, se hallaba el hachís. "Uno de ellos había estado en la Legión", recuerda Rojo. Dos años después de aquella confesión, la Audiencia de Sevilla encotró culpables a los tres hombres y el 26 de octubre de 1954 dictó la pena de muerte para Juan Vázquez, Lorenzo Bueno y Antonio Pérez, "conocidos delincuentes contra la propiedad, de pésima conducta moral" según la sentencia. Rojo, por supuesto, apeló a todas las instancias posibles, aunque con poco éxito. El Supremo ratificó la condena. En 1956, el tarta y sus dos compañeros perdieron la vida a garrote vil, con una anilla al cuello y un tornillo que, a fuerza de apretar, acabó perforándoles el cuello.

Rojo recuerda que era viernes el día que los ejecutaron. Por la mañana, estuvo en Madrid en un último intento por conseguir que le conmutaran la pena. Lástima. Franco estaba en un Consejo de ministros. Los recibió Fernando Fuertes de Villavicencio. No hubo nada que hacer. A su vuelta a Sevilla, con el tiempo justo, el abogado defensor cumplió su última obligación con sus clientes: presenciar la ejecución.Rojo presentó numerosas objeciones en el juicio a la investigación policial. Consideró, por ejemplo, que la escasa instrucción de los criminales no era compatible con la redacción de la confesión que firmaron. También consideró que las declaraciones de unos y otros estaban repletas de contradicciones.

Las dos semanas transcurridas entre el asesinato de las hermanas Silva Montero no transcurrieron en absoluto tranquilas en la ciudad de Sevilla. Un individuo dijo haber visto a uno de los acusados en las proximidades de la Venta de Abao, cerca del antiguo muelle de la Paja (la actual esclusa). La policía echó el resto en la búsqueda y puso tal celo que el muelle de la Paja acabó ardiendo en un intento de los agentes por conseguir que los delincuentes abandonaran su escondite. El juicio siguió con disputas sobre el tipo de sangre hallada, coacciones a testigos, etc. Poco se pudo hacer. Cuatro años después del delito, los tres delincuentes murieron ajusticiados.

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